Benjamin contra Adorno: así eran sus batallas filosóficas
Varios miembros de la Escuela de Fráncfort visitaron el sur de Italia y allí, cuenta Martin Mittelmeier, fraguaron amistad. Sus discusiones teóricas resultaron decisivas para el pensamiento moderno
Adorno es uno de los filósofos europeos más importantes e influyentes del siglo XX. A partir del crimen de lesa humanidad que es el Holocausto dedujo un nuevo imperativo categórico y de este modo se convirtió en el guía de la reconstrucción intelectual que habría de producirse tras la Segunda Guerra Mundial. Adorno ha marcado también la pauta con sus reflexiones sobre la vida dañada en la época moderna; su teoría se ha grabado —como raras veces lo ha hecho ninguna otra— en las grandes figuras del pensamiento y hasta ha llegado a formar parte de la jerga intelectual de toda una generación. Pero antes de que su filosofía estuviera completamente desarrollada, se desencadenó un fuerte movimiento de rechazo en el seno de la generación de Mayo del 68; y entonces se empezó a sospechar que Adorno retrocedía asustado ante las consecuencias de su inexorable diagnóstico social; así fue como, al mismo tiempo que se extendía el furor por la teoría adorniana, se levantaba también un movimiento de rechazo no menos apasionado que su contrario.
Este libro intenta demostrar que la filosofía adorniana surgió en un viaje por el golfo de Nápoles que el pensador francfortés emprendió con poco más de 20 años. Y que su fuerza, su atracción y los problemas para los que nos prepara se pueden explicar a partir de ese origen.
Hasta ahora nadie se ha ocupado de la estancia de Adorno en Nápoles. Cuando se trata de analizar su figura son otras las ciudades que suelen venirnos a la mente: ante todo, Viena, el primer lugar en el que Adorno se nos presenta como artista, pues es allí donde recibe clases de composición de Alban Berg. Luego Amorbach, una pequeña población de Alemania a la que viaja en reiteradas ocasiones y que es el lugar utópico de la infancia del que jamás podrá desprenderse. Después están Nueva York y Los Ángeles, las ciudades del exilio, ambas con una característica cultura popular y una sociología asentada sobre bases empíricas. También está París, que en términos intelectuales se le presenta como la capital del siglo XIX, gracias a Walter Benjamin, y, en términos biográficos, es la primera ciudad por la que pasa cuando regresa a Europa tras su exilio en Estados Unidos. Y, como es lógico, tenemos también Fráncfort, su ciudad natal: allí fue donde volvió a poner en marcha, junto con Max Horkheimer, el Instituto de Investigación Social al término de la Segunda Guerra Mundial y donde la Escuela de Fráncfort llegó a convertirse en una filosofía que tendrá repercusión en todo el mundo.
Los disgustos de la “batalla filosófica” con Walter Benjamin en Nápoles se convierten en el parto de la filosofía adorniana
Pero ¿qué hay de Nápoles, esa ciudad desordenada, agotadora, de ritmo impetuoso? ¿Esa ciudad que no puede inscribirse entre las ciudades culturales europeas, pero tampoco en el páramo sin pasado de los americanos? Si hemos de quedarnos en Italia, entonces sería mucho mejor Génova, donde Adorno se entrega enseguida a las especulaciones sobre la nobleza de su propio linaje. La ausencia de Nápoles en la cartografía mental de Adorno parece completamente justificada. De aquel viaje de 1925, Adorno no ha dejado más que las impresiones registradas en dos cartas a Alban Berg y un breve texto sobre el pescador de Capri al que nos hemos referido antes. Si se encuentra en Nápoles, acompañado de Kracauer, es para librar una “batalla filosófica” con Walter Benjamin y Alfred Sohn-Rethel, de la cual, según dice, habría salido ileso. Entonces, ¿qué hay en Nápoles que pueda resultar tan importante para Adorno o para su propia teoría?
Cuando Adorno viaja a Nápoles junto con Kracauer en septiembre de 1925, justo cuando cumple 22 años, se encuentra con una variopinta mezcolanza de inconformistas, egocéntricos, revolucionarios y creadores de proyectos que están cultivando, en términos reales o mentales, un pedazo del golfo de Nápoles, cada cual a su particular manera. De este bullicioso ambiente emerge un grupo de pensadores esencial para Adorno, cuyo nebuloso espíritu revolucionario se inflama en Nápoles. Hasta los más cavilosos de todos ellos, siempre enzarzados en disputas filosóficas, se ven arrastrados por la vida cotidiana de los napolitanos, lo cual los lleva a dirigir la mirada a los aspectos más superficiales del presente y a prestar oído a su potencial revolucionario. Y no solo eso. En todos ellos se produce, aunque con rasgos radicalmente distintos, un impulso desconcertante: ¿acaso no se podría traducir la embriagadora orientalización de Nápoles, su culto a los muertos y su desbordante vitalidad a una nueva forma de filosofar? ¿A un filosofar que pueda conceptualizar el reciente estallido de la modernidad en la década de 1920 y ofrecer oportunidades para una vida mejor en unos tiempos emocionantes y al mismo tiempo arriesgados? Adorno, sin embargo, no se deja impresionar. Habrá de pasar algún tiempo antes de que la experiencia napolitana se extienda por completo al sistema central de su teoría. Pero entonces consigue transformar Nápoles en una filosofía (o, sencillamente, sucede sin más), lo cual tiene consecuencias importantes para él. Porque los disgustos de la “batalla filosófica” entablada con Walter Benjamin en Nápoles, junto con los cinco ensayos que los combatientes escriben sobre el golfo, se convierten en los dolores de parto de la filosofía adorniana.
El artista Gilbert Clavel, que estaba construyendo una torre abismada en las aguas, es para Adorno el compositor ideal, pero más tarde verá en él a un ilustrado que ya no es tan perfecto. La mítica e inquietante Positano, sin duda infernal, se convierte aquí en el escenario de una modernidad demoniaca.
Cuando uno entra en el acuario de Nápoles y se aproxima lo suficiente a las vitrinas de cristal donde se encuentran alojados los demonios marinos ya domesticados, puede poner en práctica, tan sobrecogido como un turista, la “rememoración de la naturaleza en el sujeto”, es decir, una actitud alternativa al simple dominio de la naturaleza, que suele ser lo más común. Y, por último, tenemos la porosidad, que Benjamin y la activista teatral Asja Lācis descubren en el material de construcción de Nápoles, pero también en la propia vida social napolitana, y que va a convertirse, en forma de constelación, en el ideal estructural de los propios escritos de Adorno. Y así es cómo Nápoles, que en un principio se nos presentaba como una entrada lateral a la filosofía adorniana, nos lleva hasta su mismo centro.
Martin Mittelmeier es editor y escritor. Este texto es un extracto de su libro ‘Adorno en Nápoles. Cómo un paisaje se convierte en filosofía’, que publica Paidós el 19 de septiembre.
Traducción de María José Viejo.
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