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Columna
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Nuevo indigenismo institucional

De qué sirve aseverar que se apoya a tal número de comunidades indígenas, si al mismo tiempo se aceita la maquinaria de Estado para despojar de sus tierras, por ejemplo, a las que se oponen al tren maya

Emiliano Monge
López Obrador, en una reunión con grupos indígenas en Durango.
López Obrador, en una reunión con grupos indígenas en Durango.Cuartoscuro

Desde la toma de posesión del Zócalo de la Ciudad de México hasta la publicidad que ha celebrado su primer informe de Gobierno, la Administración de Andrés Manuel López Obrador ha puesto un énfasis particular y evidentemente político en las comunidades indígenas.

Las cifras que durante el último mes se han estado pregonando, como si se tratara de un triunfo gubernamental aquello que es una obligación de Estado —más aún si hablamos de un Estado que durante más de doscientos años ha utilizado lo indígena para montar y reproducir su película identitaria, en la cual hay, como mínimo, mexicanos e individuos a las puertas de la mexicanidad—, aseguran que los programas y los apoyos sociales por fin han llegado “a nueve de cada 10 comunidades indígenas”.

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Ahora bien, en el resto de las cifras que el Gobierno ha estado publicitando —muchas de las cuales obvian, con un tono de paternalismo añejo y una estulticia que asusta, el abismo entre política pública y apoyo—, la unidad de medida es diferente: no se habla de comunidades sino de familias, hogares e individuos. Y esto, que tendría que ser un triunfo para las comunidades indígenas: ser tratadas, tal y como han demandado, como sujetos políticos colectivos, para que, de una vez y para siempre, entre los programas gubernamentales y los individuos medie la figura de la comunidad como entidad de derecho público, ha sido reconvertido, sin embargo, en una herramienta propagandística, oportunista y reproductora de las falsedades que solo benefician a un nuevo indigenismo institucional, que bien podría llamarse postindigenismo primorenista.

Y es que, aunque parecerían estarse reconociendo ciertas demandas históricas, plasmadas, por ejemplo, en los Acuerdos de San Andrés: “Las comunidades indígenas como entidades de derecho público y los municipios que reconozcan su pertenencia a un pueblo indígena tendrán la facultad de asociarse libremente a fin de coordinar sus acciones”, o: “Las autoridades competentes realizarán la transferencia ordenada y paulatina de recursos, para que ellos mismos administren los fondos públicos que se les asignen”, lo que en realidad se está haciendo es utilizar estos reclamos históricos para darle una nueva vuelta al racismo de Estado. Así, lo que antes era un sujeto cultural individual que reclamaba devenir sujeto colectivo pero no solo cultural sino también político, ha sido reconvertido en un sujeto colectivo pero solo cultural, es decir, no político —le pido al lector que en este momento haga una pausa y recuerde aquella ceremonia que sin ningún tipo de pudor, mientras una Senadora de la República bailaba consigo misma o con algún espíritu desafortunado al fondo del escenario, se llevó a cabo sobre la plancha del Zócalo el día de la toma de posesión que mencionara al inicio de este artículo—.

Estamos ante un asunto complicado y sumamente grave, por varios motivos, algunos de los cuales trataré de señalar: al negárseles la condición política y reconocérseles tan solo la cultural, las comunidades indígenas pierden toda posibilidad de incidir en la forma en que sucede la vinculación entre ellas y el Estado; al reducirlos a meros sujetos culturales, el principio que buscaba evitar el clientelismo también se reconvierte, como por acto de magia, en un principio que permite que las políticas publicas no solo no sean el resultado de una interlocución entre comunidades y Gobiernos, sino que además sean la mejor forma de ocultar los indicadores reales de bienestar bajo la evaluación de resultados; al ocultar los indicadores reales de bienestar, lo que queda es tan solo una fotografía, una imagen que, por supuesto, debe verse bien en pantalla o en un mitin político, una frase sin contenido ninguno que lo único que busca es reducirlo todo, otra vez, a las cifras —aunque lo que se cuente sean entonces comunidades y no individuos—, y, claro, al reducir a las comunidades a cifras, lo que se hace es que sus derechos sean reconocidos únicamente en el discurso y nunca en la práctica —de qué sirve, por ejemplo, aseverar que se apoya a tal número de comunidades, si al mismo tiempo se aceita la maquinaria de Estado para despojar de sus bosques, aguas y tierras, por ejemplo, a las que se oponen al tren maya o al corredor interoceánico en el Istmo—.

Lo más complejo y lo más peligroso, sin embargo, está aún más allá de lo que he mencionado: obviemos las contradicciones, las traiciones y las reconversiones que han llevado al actual Gobierno a contar como beneficiarias de sus programas a esas nueve comunidades bienaventuradas y hablemos de esas otras comunidades que no fueron invitadas a la fiesta, es decir, de las comunidades número 10. Porque acá está lo más alarmante: ¿cuáles son las razones por las que una comunidad no recibe, ni siquiera con el formato actual, los apoyos? Se pueden argüir razones geográficas, logísticas, prácticas, de austeridad y hasta de voluntariedad, pero la verdad es que la única razón por la que hay comunidades que no son empotradas ni con calzador en estas cifras alegres es política. Y es que tanto el Estado mexicano, de manera histórica, como los Gobiernos federal y estatales no han querido ni han podido entender nunca la relación que los pueblos indígenas demandan sostener con ellos.

¿Por qué? Porque la lógica política, social y económica es radicalmente distinta: de un lado, la vida la rigen la voluntad de acumulación y la voluntad de depredación, del otro, la vida es regida por la voluntad de socialización y la voluntad de conservación. Es esto lo que ha convertido a los pueblos indígenas, además de “en la negación constante de México”, como dijera la lingüista y escritora Yásnaya Aguilar hace unos días en este diario, en el único enemigo del Estado y de los Gobiernos, sean estos de un partido de derechas, de centro o de más al centro, porque no dejan de ser, todos, personeros del sistema político dominante, que no es otro que el capitalismo en su fase de máxima aceleración pero, también, de extinción en cámara lenta de todo aquello que no sea su sí mismo.

¿Quiénes más, si no los pueblos indígenas, se oponen a los mega proyectos extractivos que se multiplican a lo largo y ancho de nuestro territorio? ¿Quiénes más se ocupan de combatir fenómenos como el calentamiento global, el aplanamiento de las identidades culturales, el embudo que busca reducir los idiomas con los que habla nuestra especie y los preceptos que rezan que, entre nuestro pasado y nuestro futuro, solo es posible la historia? ¿Quiénes más, en suma, se oponen hoy a los poderes y discursos hegemónicos?

En la fase actual, en la que el capitalismo se ha afianzado hasta como sistema político y cultural, con el enemigo de cartón, con el rival que finge ser enemigo durante su turno en la ronda, se finge conflicto. Pero al enemigo real, aquél que no está dispuesto a fingir ni a entrar en las rondas del juego, se le omite, desaparece o invisibiliza. Y no hay mejor forma de hacer esto que reduciéndolo a estadísticas, porque entonces no solo no está sino que está donde querías que estuviera.

En los aviones, la primera clase está dividida del resto de pasajeros por una cortina que impide que unos vean a los otros. La responsabilidad de un Gobierno no solo es mandar quitar esa cortina, sino mezclar a todos los pasajeros. Desgraciadamente, nuestro Gobierno ha decidido respetar esa cortina.

Peor aún, ha decidido mandar poner aún más cortinas, disfrazadas de cifras para que no veamos ni quiénes somos ni cómo son los demás ni qué podríamos ser juntos.

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