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variaciones rhodes

Septiembre, guía de supervivencia

James Rhodes

La hice porque estaba harto de vivir solo. Y también podría resultar útil a los que caigan en la tentación de cansarse de España.

Mis amigos españoles me han dicho muchas veces que odiar su propio país es una especie de deporte nacional. Se practica casi con orgullo. Y tal vez sea una de las razones por las que me gusta tanto España. El odio a uno mismo se me da muy bien. Lo entiendo. Yo odio mi país de nacimiento solo un poco menos de lo que me odio a mí.

Después de las vacaciones, septiembre es un mes cruel. Casi siempre me despierto bañado en sudor y con las sábanas salpicadas de sangre de los arañazos que me hago durante mis terrores nocturnos. Los múscu­los se me agarrotan, me duele todo y me invade una sensación de pánico sin motivo aparente. Los días parecen demasiado largos, y los años, demasiado cortos.

Las noticias son desalentadoras, y la política, insoportable. ¿Y si la gente tuviese razón cuando me dice que espere un año o dos y yo también acabaré odiando este país? No quiero ni pensarlo. ¡Que es mi hogar, coño! Me encanta la relación que tengo con España. Y si algo he aprendido de mis dos fracasos matrimoniales es que cualquier relación necesita esfuerzo para alimentarla y crecer.

Así que me hice una guía de supervivencia, sobre todo porque estaba harto de vivir solo. Pero también porque, quién sabe, podría resultar útil a aquellos de ustedes que caigan en la tentación de cansarse de España. Es muy sencilla. Pueden robarla.

Salgo de casa sin el móvil al menos una vez por semana. Estar ilocalizable unas cuantas horas es de lo más agradable. Llevo conmigo una cámara de fotos como es debido que me obliga a mirar, a mirar de verdad, y a maravillarme de la belleza que me rodea.

Arreglé mi viejo iPod y lo cargué de música, invertí en unos auriculares decentes, y ahora dispongo de conciertos solo para mí mientras voy en metro o paseo por el parque del Retiro o Malasaña. La plaza de Isabel II parece totalmente diferente cuando te quedas quieto en medio escuchando el concierto de piano de Ravel. Casi compensa el Starbucks en el Teatro Real. Casi.

Me invitaron a un ensayo del coro del Teatro Real y caí en la cuenta de que siempre hay coros ensayando, y que muchos ensayos son abiertos. También los hay en la iglesia que hay cerca de mi casa, y es impresionante sentarse en ella y escuchar con la única compañía de Dios y de Vivaldi.

Otro tanto digo del teatro. Por 10 o 15 euros puedo mejorar mi español, evadirme y ser testigo de algo extraordinario. Descubro barecitos en Madrid que organizan pequeños conciertos y me pregunto si los artistas serán el próximo Extremoduro, Bunbury o Serrat (si es que alguna vez puede existir otro Serrat).

Voy al Prado y miro las Pinturas Negras. Veinte minutos de asombro. A continuación me siento fuera, en la cafetería del museo, para digerir el genio loco de Goya durante media hora.

He restringido el tiempo que dedico a las redes sociales y he puesto en práctica una política estricta de bloqueo: al primer comentario de mierda, hasta luego, Mari Carmen. La vida es demasiado breve para oír las críticas de personas cuya opinión, para empezar, no habría pedido jamás. Paseo, escucho audiolibros, medito, respiro conscientemente, toco el piano por gusto y no por pánico, voy solo al cine, disfruto de la sobremesa con amigos, lo que sea que libere energía. He erradicado todo lo tóxico. Me he abierto a las cosas buenas. En España hay muchas buenas si decides verlas.

La única manera de aumentar la autoestima es hacer cosas estimables. Por eso intento hacerlas, aunque sea de manera imperfecta. Y, lento pero seguro, duermo más tranquilo, sonrío más a menudo, respiro más despacio y veo la belleza que me rodea, la belleza de las cosas pequeñas. Y me siento agradecido de estar vivo aquí. 

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