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AL HILO DE LOS DÍAS
Tribuna
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La más bella función del mundo

Recuperar el respeto al Parlamento es condición básica para la regeneración democrática. Si el presidente quiere un Gobierno a la portuguesa tiene que sentarse a hablar con quienes pueden conformarlo

Juan Luis Cebrián
EVA VÁZQUEZ

El ensueño de Pedro Sánchez sobre la posibilidad de edificar un Gobierno a la portuguesa, quizás porque olvida que allí no se mata al toro en la plaza, me trae viejas evocaciones del país vecino, al que me siento ligado íntimamente desde hace décadas. Recuerdo en esta hora a Francisco Salgado Zenha, luchador socialista que sufrió cárcel y tortura bajo Salazar, y con quien tuve ocasión de conversar largamente en su apartamento de Lisboa durante el gobierno de Marcelo Caetano. Me expresó su convicción de que era imposible la continuidad del salazarismo una vez muerto el dictador, como imposible fue también la prolongación del franquismo sin Franco. Pero la transición a la democracia de ambos países resultó del todo diferente: comenzó con la revolución de los claveles en Portugal, un país arruinado y virtualmente vencido en la guerra de Angola, mientras que en España fue fruto de un pacto explícito entre los herederos de la dictadura y las fuerzas democráticas, derrotadas 40 años antes en la Guerra Civil. Otro dirigente luso socialista, Manuel Alegre, cuenta en su libro Otra memoria que fue también Salgado quien le regaló, con motivo de su elección a la Asamblea, un pequeño folleto titulado La más bella función del mundo. “Tal como entonces” —señala el eximio poeta— “continúo pensando que la tarea de diputado es la más bella del mundo”.

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No estoy seguro de que muchos de quienes se acomodan en los escaños de Congreso y Senado puedan asumir semejante declaración, habida cuenta del continuado menosprecio que sus líderes políticos vienen demostrando hacia esas instituciones. Semejante ninguneo institucional pone de relieve la falacia de las promesas sobre regeneración democrática. Un proyecto de ese género, en una monarquía parlamentaria, pasa necesariamente por reforzar la función del Parlamento, auténtico corazón del sistema. Así lo explicitaba el propio Alegre en su despedida como diputado: “La Asamblea de la República es el más expuesto de todos los órganos de soberanía, el más sometido a examen, el más fácil de combatir. Si alguna cosa aprendí a lo largo de estos años fue que cada vez que el Parlamento cede al populismo este, lejos de agradecerlo, se refuerza… Honrar y prestigiar al Parlamento es honrar y prestigiar la democracia”.

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Puestos a inspirarse en la experiencia portuguesa no estaría de más fijarse en las lecciones del viejo socialista luso. Pero es difícil suponer que nuestros dirigentes las hayan asumido y, lo que es peor, las quieran poner en práctica. No puede decirse que se guarde mucho respeto al Parlamento cuando sus dos cámaras, Senado y Congreso, son presididas por sendos representantes de una misma formación, el Partido Socialista de Cataluña, que obtuvo menos de un millón de votos y que desde sus orígenes ha expresado una tendencia recurrente a distanciarse de su matriz federal. Por si fuera poco, 28 de las 29 comisiones del Senado están presididas por un socialista y, salvo para el acto fallido de la investidura de Pedro Sánchez, el Congreso disfruta prácticamente de vacaciones desde que se constituyó. El respeto a las minorías es norma básica de toda democracia, tan importante o más que la regla de la mayoría. En un sistema proporcional los partidos minoritarios no deben ser arrumbados por los más fuertes, por mucho que sea mediante prácticas legales. El Parlamento, altar del sistema de libertades, no puede ser instrumentado a gusto del Ejecutivo, al que tiene que controlar y limitar, pero desde hace tiempo existe una tendencia de los Gobiernos a ser ellos quienes controlan en gran medida al hemiciclo. Seguirá siendo así mientras continúen sin cumplirse las promesas de cambiar la ley electoral, eliminar la circunscripción provincial y acabar con las listas cerradas y bloqueadas. Por el contrario, la única reforma constitucional que propuso en su discurso el todavía aspirante a formar Gobierno, aunque nadie se lo ha encargado por el momento, fue una que conspira contra el espíritu de la Constitución y el equilibrio institucional de la monarquía parlamentaria, ya que esta no puede dotarse de los esquemas del presidencialismo. No hablemos, claro está, de la actitud de la Generalitat, cuyo abuso de poder y su desprecio a las normas terminaron por convertirse en crímenes de lesa patria.

¿Qué renovación pueden ofrecer unos líderes que abominan del debate interno y la divergencia de criterios?

La tendencia al cesarismo es otra enfermedad grave de nuestra clase política que conspira contra sus cacareados propósitos de regeneración. Reluce el desprecio a las minorías en el interior de los partidos, presas como son del populismo referendatario y la sumisión al jefe. Nadie puede echar en cara a nadie ese comportamiento. Casado, Rivera, Sánchez, Iglesias y Puigdemont parecen en eso cortados por un mismo modelo. Exilio y menosprecio para los discrepantes, en nombre de la unidad de acción. ¿Qué renovación pueden ofrecer unos líderes que abominan del debate interno y la divergencia de criterios? Esta lamentable inanidad mental les lleva en ocasiones a derrapar seriamente en el discurso político. En el fondo, desde luego, pero también en las formas. Habría que sugerirle a Rivera que además de cambiar la ejecutiva sustituya al escribano de sus intervenciones. La banda de Sánchez que él denuncia no es ni mejor ni peor que la suya propia. Puede que alguna o ambas estén borrachas como en la canción, ebrias en este caso de orgullo, egocentrismo y falta de perspectiva. Pero ni aun así merece el Parlamento que en sus tribunas se desprecie de ese modo a los representantes populares.

Es en fin tan grande el deterioro institucional que, a menos de dos meses de plazo para tener un Gobierno o repetir elecciones, el Rey decide irse a navegar, para dar tiempo a que los demás reflexionen, y el presidente en funciones goza de un “merecido descanso”, según nos comunicó la ministra portavoz, encendida en sus elogios al jefe y capaz de ocupar la tribuna oficial para hacer publicidad gratuita de su partido. O sea que ya no es el dirigente de un grupo parlamentario sino la portavoz del Ejecutivo, limitado en sus funciones y responsabilidad, quien se permite explicar públicamente lo que el Gobierno quiere y hace para evitar la repetición de los comicios. Ni debe hacer ni puede hacer nada, porque está absolutamente fuera de su cometido. Como también lo está del de la ministra de Educación que en nombre del Gobierno se arrogue junto a la portavocía del mismo la de todo el país, cuando dijo con gentil desvergüenza que España (¡nada menos que España!) quiere que haya un Gobierno en septiembre. España no quiere ni deja de querer nada y su reiterada invocación por tirios y troyanos nos acerca de nuevo al populismo nacionalista. De lo que se trata aquí es de la voluntad de los españoles, representada en las Cortes por los diputados; lo que estos quieran, del último al primero, sea de Bildu o sea de Vox, equivocadamente o no, es lo que el país desea, no lo que un jefe de comunicación o un sociólogo manipulador transmitan.

Recuperar el respeto al Parlamento es condición básica para la regeneración democrática. Si el presidente quiere un Gobierno a la portuguesa tiene que sentarse a hablar con quienes pueden conformarlo, no con las oenegés, por importantes que sean, sobre las que pesa además la necesidad de subvenciones públicas. Tampoco el jefe del Estado puede abandonar sus consultas a la espera de que los demás hagan algo. Cada cual tiene sus obligaciones. Por último, si las derechas y las derechonas juntas (toda vez que han decidido huir del centro) quieren un Gobierno constitucional han de llamar a las puertas de los otros partidos constitucionales, pues ni ellos son los únicos ni los de pedigrí más verificable. Al fin y al cabo, la izquierda comunista de Syriza gobernó con la extrema derecha en Grecia y los socialistas daneses (otro ejemplo querido por Sánchez) han logrado formar un Gobierno monocolor porque en el pasado reciente y en el futuro inmediato han estado y están dispuestos a aplicar una política inmigratoria xenófoba, racista y hasta brutal, de la que anuncian no han de apearse. Lo que pone de relieve que la regeneración democrática, el regreso a los principios y la honestidad intelectual son asignaturas pendientes no solo para los partidos españoles.

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