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Columna
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Cuerpos

A diferencia de los migrantes que se hacinan para cruzar fronteras, huyendo de realidades de penuria y muerte; nosotros lo hacemos para desconectar de nuestra realidad de rutina y frustraciones

Olivia Muñoz-Rojas

Hace unos meses leí un artículo de Roger Cohen en The New York Times en el que narraba su experiencia en la frontera entre Estados Unidos y México. En un intercambio con un agente fronterizo, este le explicaba que ese día habían “detenido 300 cuerpos”. “Cuerpos (bodies)es un término que se aplica generalmente a personas muertas”, le hizo notar el periodista. El agente respondió que no quería decir que estuvieran muertos, pero que ese era el término preferido en el gremio para referirse a los migrantes que tratan de cruzar la frontera de manera ilegal. Le aconsejaba no sacar demasiadas conclusiones de este lenguaje coloquial entre agentes.

El relato de Cohen me asalta con crudeza en estas fechas en que muchos de nosotros pasamos tiempo en playas más o menos hacinadas de cuerpos semidesnudos. El filósofo italiano Giorgio Agamben acuñó el concepto de vida desnuda para definir la vida humana en tanto fenómeno biológico desprovisto de derechos y obligaciones, esto es, un cuerpo carente de la condición de ciudadano y radicalmente vulnerable. Podría decirse que, desde los antiguos griegos, los cuerpos que no pertenecen a la polis o a la comunidad se perciben, de un modo u otro, como indignos de un trato humano: esclavos, bárbaros, indígenas, herejes… El siglo XX llevó esta distinción a los extremos sobre los que reflexiona Agamben. En los campos de concentración nazis, también en los de refugiados y todos aquellos destinados a controlar a determinadas poblaciones en la época moderna y contemporánea, el concepto de vida desnuda cobra un sentido literal. Los cuerpos que los habitan no solo están desnudos en abstracto, despojados de existencia legal y política; también lo están físicamente, privados de ropa e intimidad.

Desde esta perspectiva, resulta una paradoja macabra que el paradigma del disfrute de muchos de nosotros consista en amontonarnos sobre un exiguo trozo de arena, vestidos con lo mínimo. La extraordinaria proximidad de nuestros cuerpos a lo largo del litoral —rebosantes del placer que produce el contraste del sol con el frescor del mar o la exuberancia que causa verse y ver otros cuerpos felices y relajados— evoca la imagen en positivo de los cuerpos cansados y adoloridos que se aglomeran a lo largo de distintas fronteras en improvisados campamentos o precarios centros de internamiento. A diferencia de los migrantes que se hacinan para cruzar fronteras, huyendo de realidades de penuria y muerte, nosotros lo hacemos para desconectar de nuestra realidad de rutina y frustraciones. Huelga decir que nuestros cuerpos y los suyos son indistinguibles.

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