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Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El relato del flagelo narco

Aunque trabajen esforzadamente por narcotizar la agenda para distraer a la opinión pública del alud de verdades sobre el conflicto armado que empiezan a presentarse, un sinsentido permanece en el aire

Un hombre sostiene hojas de coca recolectadas en Cauca (Colombia).
Un hombre sostiene hojas de coca recolectadas en Cauca (Colombia).J. Saldarriaga (REUTERS)

El año entero escuchando el sonsonete. Uno a uno, los últimos malditos siete meses:

“El narcotráfico es el mayor flagelo que azota a Colombia”, dice en cada ocasión que puede el senador Uribe, y detrás de él Duque y el ministro de Defensa y la ministra del Interior y el partido de gobierno y repiten, a diestra y siniestra, los acólitos de la más siniestra confusión tramposa: aquella que quiere volver a empantanar el país en los relatos del orden público del siglo XX; una confusión que convierte, las complejidades del negocio global de los estimulantes, en las parroquialidades falsas e hipócritas detrás del discurso “pobres-nuestros-niños, ese-humo-que-les-llega-en-los-parques”.

La tragedia íntima de la adicción y su dimensión de salud pública; el consumo responsable, extendido, escondido y no gravado; la tierra quemada y las familias cocaleras en la pobreza resultado de la aspersión aérea con glifosato; la investigación médica, estigmatizada y truncada; los choques armados en regiones de Centro y Sudamérica entre ejércitos de gente pobre al servicio de matarifes.

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Un sin número de ángulos complejísimos, que exigen toda la inteligencia posible de parte de los órdenes del poder público, reducidos a la macabra estrategia armamentista, aterrorizadora e ignorante ––crasamente ignorante––, de la guerra contra las drogas.

Pero, ¿por qué de nuevo ahora? ¿por qué si todos los saberes han probado su inoperancia? ¿Por qué, una vez más, un tipo de guerra planteada a partir del número de hectáreas sembradas, dirigida contra el eslabón débil de la cadena, y que siempre ha derivado en guerra contra la gente?

Ocurrió, por ejemplo, en toda la pantomima de indignación del exfiscal Martínez a raíz del caso Santrich, donde la posibilidad de un puñado de excombatientes de las FARC reincidiendo en el tráfico de cocaína intentó hacerse pasar por la debacle absoluta de un proceso de paz que ha probado disminuir la violencia en las regiones. Santrich se voló ––quizá porque se sabe responsable––, pero lo que produjo el escenario para que pudiera volarse y presentarse como perseguido fue justamente el abuso del exfiscal Martínez del relato del narcotráfico con la intensión de torpedear las tareas de la justicia transicional.

Ocurrió en mayo en la rueda de prensa del errático ministro Botero. Mientras no contestaba a las revelaciones hechas por el diario The New York Times, sobre esquemas de incentivos en las Fuerzas Militares que podían volver a propagar las ejecuciones extrajudiciales, el ministro de Defensa condujo la mitad de sus respuestas al terreno cómodo de la agenda narcotizada: es el mayor flagelo que azota al país.

Ocurrió en las escalinatas del Palacio de Nariño, cuando la ministra Gutiérrez intentó alinear a los partidos independientes detrás de la causa fallida de objetar algunos artículos de la ley que reglamenta la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP): “porque el narcotráfico”, repetía la ministra, sin articular otro sentido.

Ocurrió, ocurre ––es el núcleo del sinsentido––, en la papeleta retardataria propuesta por Uribe a finales de junio, cuando hizo ronda distractora de medios en respuesta al fracaso sostenido de su partido en materia de agenda legislativa y políticas de gobierno. La papeleta, desde luego, ya actuó su propio olvido. Ahora, tras el pronunciamiento el 18 de julio de la Corte Constitucional sobre las aspersiones con glifosato, la actuación del flagelo narco provendrá del Consejo Nacional de Estupefacientes, que será volcado de pies y manos en la justificación técnica de quemarle la tierra y la salud a los campesinos.

Y sin embargo…

Aunque trabajen esforzadamente por narcotizar la agenda para distraer a la opinión pública del alud de verdades sobre el conflicto armado que empiezan a presentarse ––en favor de la memoria y la consciencia de las víctimas––; o para continuar acometiendo contra un proceso de paz que no les sirve porque la democracia no parece servirles ni cuando vencen en ella, un sinsentido permanece en el aire.

Si no un sinsentido, si no la ignorancia crasa y abominable, cuando menos una paradoja:

Narcotizar la agenda política del país, ad portas de la tercera década del siglo XXI, es abiertamente paradójico porque el invento inoperante de los Estados Unidos del siglo de Nixon ––la maldita guerra contra las drogas––, quiere hacerse ocurrir en un momento en el que, la propia tierra de Nixon, produce y vende, hoy día, por los circuitos “legales”, las píldoras exactas ––opioides tipo oxicodona y fentanilo–– que matan a sus ciudadanos.

Pero es paradójico, sobre todo, por una razón incontestable: muchos individuos, cercanos al Centro Democrático, incluso gente trabajadora de distintas regiones donde están los cultivos ––votantes probables del Centro Democrático––, están de lleno en el negocio agrícola del futuro del cannabis de uso medicinal, una forma inteligente y rentable de tratar la complejidad de la química humana.

Hablo del mismísimo Fabio Valencia Cossio, exministro del Ejecutivo de Uribe, nombrado en la Junta Directiva de Blueberries Medical en febrero de este año. Hablo de José Manuel Restrepo, actual ministro de Comercio, Industria y Turismo, accionista de PharmaCielo. Hablo incluso del exfiscal Martínez Neira, cuya firma de abogados, DLA Piper Martínez Beltrán, dirigida ahora por su hijo Néstor Camilo Martínez Beltrán, es la firma que asesora a la propia PharmaCielo.

Hablo, para terminar, de las más de 100 empresas de cannabis medicinal constituidas y en procura de licencias que actualmente configuran en Colombia una posibilidad de salir adelante, precisamente, del relato ignorante y retardatario según el cuál el narcotráfico es, llana y simplemente, el mayor flagelo que azota a Colombia.

El sonsonete es tal porque así, como sonsonete, sintetiza y expande los miedos que el Centro Democrático necesita despertar, de nuevo, de cara a las elecciones regionales de octubre.

El sonsonete se muestra como flagelo que azota porque flagelar es un verbo ––católico–– que significa embates repetidos. Lo que el Centro Democrático ofrece, con el relato del flagelo narco, es un pariente del miedo del terrorismo: no el miedo que interrumpe en su condición de sorpresa, sino el miedo que permanece, que embate de nuevo; un miedo que demanda actuar una solución que no es una solución porque todo ello es actuación.

La tragedia de los niños y los campesinos colombianos no radica en que los políticos los usen como excusa para embrutecer el código de policía y la acciones de política agraria; la tragedia de esos niños y campesinos es el miedo calculado —tal y como también opera el terrorismo— que el partido de gobierno propaga en su hambre cíclica de poder y sinsentido.

Juan Álvarez es un escritor e investigador colombiano.

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