Los grandes malvados de la historia tienen algo en común: la vanidad
¿Qué tienen en común los grandes malvados de la historia? Todos fueron vanidosos e impusieron su verdad en nombre de un bien mayor
LA FILÓSOFA alemana Hannah Arendt definió el tan celebrado como criticado concepto de “la banalidad del mal”, en referencia a lo que observó durante el juicio a Adolf Eichmann, celebrado en Jerusalén en 1961. Coronel de las SS, la labor diaria de Eichmann consistía en asegurar el transporte de las masas de judíos hacia su muerte en los campos de concentración.
Arendt hablaba de un mal banal, sin sentido, debido a la sumisión ciega de quien lo había ejercido y a la ausencia absoluta de un criterio propio. Eichmann era un ser despojado de toda humanidad, pues el ser humano está dotado de capacidad reflexiva y de voluntariedad. El suyo era un mal sin intención directa; un mal impersonal, sumiso e irreflexivo. Un mal ante el cual, según Arendt, “las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.
Cuando elegimos tener mil retuits frente al derecho al honor y al dolor que causamos a una persona, somos vanidosos
Cuando nos encontramos ante actos despiadados tan difíciles de explicar, nos vemos tentados a considerar a quienes los cometen como seres especiales, irracionales, enfermos. Seres diferentes a nosotros, ya que nosotros, aseguramos, habríamos sido capaces de desobedecer una orden para elegir el bien. No nos interesa pensar en esos individuos como personas “normales”. “No, no pueden ser como yo”, nos decimos a modo de consuelo.
Los actos banales pero maléficos solo pueden ser cometidos en nombre de alguien o de algo, siempre por “obediencia debida”; es decir, porque nos lo indica un tercero e incluso nos obliga a ello. Las críticas al concepto de la banalidad del mal afirman que los autores de ese tipo de crímenes no son personas obedientes, sino seres absolutamente crueles —de este modo volvemos a excluirnos como vulnerables, ya que nos sabemos no crueles— que tienen la habilidad de ofrecer un argumento que justifique sus actos.
Sin detenernos a valorar lo acertado del concepto, es cierto que no es aplicable a todo acto malvado. Cuando el mal se ejerce en nombre de uno mismo, cuando se es íntegramente persona física y psíquica, cuando soy yo y no otro quien acomete de forma directa el acto malvado, este no es banal. La maldad individual nunca es banal. Es un acto de soberbia, un acto de vanidad. La naturaleza del hombre, su humanidad, no reside en el bien ni en el mal. Lo que nos hace humanos es la capacidad, la posibilidad y el deber de resolver el conflicto que existe entre ambos.
Al obrar tomamos una decisión. Si ante nosotros se abre la posibilidad de elegir entre un acto bueno y uno malo, nos encontramos ante un conflicto de valores. Para resolver el dilema establecemos una serie de criterios acordes con nuestros propios valores y con cómo consideramos los valores del otro. Cuando impongo mi beneficio sobre el de otra persona, eso es egoísmo, otra forma de vanidad. Cuando el único beneficio que obtengo es demostrar mi teoría, es pura vanidad.
El violador que, frente a la libertad sexual de una mujer y el daño físico y psíquico que le inflige —con su huella inquebrantable—, elige la posesión y su propio disfrute es cruel y es vanidoso. Cuando elegimos tener mil retuits frente al derecho al honor y al dolor que causamos a una persona o a un colectivo, somos vanidosos en nuestra maledicencia. El mal es vanidoso.
Hitler era vanidoso, como vanidosos son todos los grandes malvados de la historia. En la ficción, Thanos, el supervillano de Avengers: Infinity War, acaba con la mitad del universo vivo, caótico e hiperpoblado, por el bien del propio universo. Más repercusión ha tenido la decisión final de Daenerys Targaryen, en la celebérrima serie Juego de tronos, cuando se dispone a arrasar a todos los pueblos para empezar de nuevo sobre las bases de lo que para ella es aceptable y conveniente y tolerable, erigiéndose en adalid de la verdad e imponiéndola en nombre de un bien mayor. Eso es vanidad.
El supremacismo es vanidad. Matar o gobernar por la gracia de Dios es vanidad. ¿Existe mayor vanidad que arrogarse el papel de herramienta divina? Matar o gobernar con la exoneración de culpa castrista —“La historia me absolverá”— es vanidad.
En el transcurso de la historia, la tendencia ha sido minimizar e intentar eliminar los actos que hoy consideramos inaceptables. Hace poco más de un siglo, batirse en duelo era no solo legal, sino obligado. Dar muerte a una persona por solventar una ofensa. El valor honor estaba por encima del valor vida. Antes de los duelos, el fuerte se limitaba a ejecutar a aquel que le ofendía, sin ofrecerle siquiera la posibilidad de defenderse, sin jugarse en ese mismo acto su propia vida para limpiar su honor. Esto forma parte de la evolución moral del colectivo: si honor y vida son valores comparables, al menos que el ofendido esté dispuesto a arriesgar también la suya. Y un paso más allá está la prohibición de que dos personas puedan arriesgar la vida por el honor. Quien mate es un asesino, no un duelista. La vida se convierte en el valor más preciado. Nada justifica el asesinato. Nada.
Eso no significa que seamos mejores ni peores que los cavernícolas, solo quiere decir que nos adaptamos a sistemas de conducta que responden a un aprendizaje transhistórico. Las sociedades que prosperan son aquellas que se rigen por sistemas de conducta más beneficiosos para la evolución.
Lola Morón es psiquiatra y experta en neuropsiquiatría.
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