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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Colombianismos a la vista

El presidente del Senado dejó escapar una confesión de serie de una sola temporada sin darse cuenta de que el micrófono estaba encendido

Ricardo Silva Romero
El expresidente y senador Álvaro Uribe.
El expresidente y senador Álvaro Uribe. AFP

Desde que nos pasamos la vida viendo series, que tantas son retratos comprensivos de villanos de antología interpretados por actores fascinantes, los hombres indignos e infames de la vida real se ven planos, deslucidos, de bajo presupuesto. Sus actuaciones son mediocres. Sus sentencias memorables son versos cojos. Son cansinas, asmáticas, sus carcajadas de seres malévolos que se frotan las manos. Y digo esto porque, luego de ver House of Cards o Billions, tramas que prueban que el vicio del poder es el vicio de la conspiración, oírle al gobiernista Macías su último parlamento como presidente del Senado es oír una parodia de la parodia de la parodia. Fue el sábado 20 de julio. Se celebraban los 209 años de nuestra independencia. En honor a la verdad, Macías no sabía que el micrófono estaba encendido. Y entonces, en plena instalación de las sesiones del Congreso, dejó escapar una confesión de serie de una sola temporada.

Le aceptó a un asistente, sin saber que todo el mundo estaba escuchándolo, que después del discurso del presidente Duque seguía —por ley— el discurso de réplica de la oposición: “Es que nos toca por obligación que ellos hablen después del presidente…”. Luego reveló cuál iba a ser su estrategia: “Le pido a la comisión que acompañe al presidente y lo saco de acá: jajaja”. Y, una vez reconocido en voz alta el propósito de sabotear la intervención de los críticos del Gobierno, emitió una máxima vergonzosa que se repetirá una y otra vez hasta el último día de las redes sociales: “Eso no lo saben —dijo—, pero es mi última jugadita de presidente, jijiji…”. Y entonces, ante la mirada aterrada de algunos de sus colegas, se dio cuenta de lo que de verdad estaba pasando: “No me tienen apagado este micrófono”, exclamó justamente en el micrófono.

Macías es parte de una generación de políticos más uribistas que Uribe que no solo se lo deben todo al expresidente, sino que están dispuestos a cualquier cosa con tal de caerle en gracia a su caudillo. Su penúltima jugadita como presidente del Senado fue mandar a instalar en una pared del Congreso una placa impropia e indebida —de acuerdo con el decreto 1678 de 1959— en homenaje “al doctor Álvaro Uribe Vélez”. Está mal redactada en mármol: “Colombiano ejemplar quien regresó al Senado a continuar trabajando por el país, después de haber ejercido como Presidente de la República durante dos períodos”, se lee. Y es el gesto de lo que aquí en Colombia llamamos un “lagarto”: un figurante de las páginas sociales, un profesional de la adulación, un experto en reírse de los chistes ajenos, un chupamedias que acata órdenes que no le han dado y repta detrás de un patrón al que llama “jefecito”.

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Ha sido esta lambonería de evangelista, este empeño necio de restaurar el régimen uribista, “duélale a quien le duela”, como montando un sistema operativo viejo en un computador nuevo, lo que ha hecho que en el primer año del Gobierno de Duque se hayan fortalecido los peores colombianismos: la persecución a la oposición, la violencia como solución, el saboteo de la democracia.

Ese 20 de julio, antes de la última trampita de Macías, por la Avenida 68 de Bogotá se puso en marcha el tradicional desfile militar que es un recordatorio de que a pesar de sus terribles vergüenzas —de los escándalos de corrupción, de las órdenes de letalidad, de los desmanes de 1954, de 1985, de 2008— las Fuerzas Armadas colombianas han sido mucho más leales que los políticos con esta democracia que tiene ya 209 años. En manos de Gobiernos de peligrosos, lagartos e inexpertos, nuestro Ejército puede convertir el drama en tragedia. Pero se ve mucho menos dispuesto a hacerles jugaditas a los opositores. Se ve mucho más resignado a las instituciones.

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