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TRIBUNA
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Cultura y desacuerdo

La polarización y la volatilidad electoral favorecen el bloqueo en la formación de Gobierno. Una investidura y moción de censura más sencillas, junto con un Congreso con más poderes, podrían facilitar los acuerdos

Pablo Simón
ENRIQUE FLORES

Un argumento popular para explicar que sigamos sin Gobierno es la escasa “cultura del pacto” de los españoles. La tesis es sencilla: por razones ligadas al atraso democrático hispano, nuestros políticos no son capaces de llegar a acuerdos como sí hacen en otras latitudes y esto nos condena, como una maldición, al constante bloqueo. Una explicación idiosincrática que a mi juicio es bastante insuficiente, al menos desde la noción de “cultura” que manejan sus promotores.

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La prueba empírica de la debilidad de esta tesis es que no encaja con que en el nivel local y autonómico haya una larga tradición de Gobiernos de coalición o en minoría. Resulta complicado pensar que aragoneses, vascos, canarios, asturianos o catalanes, que han sabido gobernarse en entornos de pluralismo partidista, tengan una cultura política más avanzada que la de un castellano-manchego o un murciano, que normalmente ha tenido Gobiernos de mayoría absoluta. Debe haber algo más.

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Una explicación alternativa, pero menos popular, es la que sugiere que nuestros representantes operan según los incentivos generados por las instituciones y la coyuntura política. Un enfoque más parcial, menos sugerente, pero que al menos nos permite entender el comportamiento de los partidos sin tener que recurrir ni a una crítica generalizada de la clase política (casi siempre teñida de nostalgia) ni a los niveles hormonales de nuestros dirigentes.

Desde la perspectiva institucional ya se ha comentado en varias ocasiones cómo el sistema de investidura, el artículo 99 de la Constitución, puede favorecer bloqueos. Sería útil fijarnos en el modelo vasco como posible ejemplo, ya que al ser nominal impide coaliciones a la contra. Sin embargo, esto no puede ir solo de que haya presidente, sino también de mejorar la gobernabilidad: si se hace esa reforma se deberían ajustar otras piezas institucionales por las que solo se pasa de puntillas.

En Alemania tuvieron un récord de días sin formar Gobierno en 2018 y nadie le dio una explicación cultural

Primero, el papel de la Corona, que a efectos prácticos ha mutado en sus atribuciones al proponer un formateur, alguien que explora los apoyos que puede conseguir en el Congreso, y no esperar a que haya mayorías atadas para nombrar un candidato. Segundo, habría que reformar cómo funciona la moción de censura, mecanismo por el que el Legislativo retira su confianza al Gobierno, y reverso de la investidura. Si esta última es más sencilla, la segunda también debería serlo, o se pondrían en marcha Gobiernos bloqueados, blindándolos una vez elegidos por lo difícil que es derribarlos. Por último, también debería revisarse las propias atribuciones y poderes del Congreso, que sigue siendo débil en perspectiva comparada y que debería servir para permitir más control y marcar el paso al Ejecutivo.

Una investidura y moción de censura más sencillas, junto con un Congreso con más poderes, podría hacer más fáciles los acuerdos. Los socios podrían no mojarse sobre el Gobierno, pero luego negociar después ley por ley. Los Ejecutivos tendrían que pactar igualmente con los otros partidos para impedir una moción en el Congreso que los derribasen. Incluso podrían arrancar Gobiernos en minoría sin necesidad de coalición, porque los socios parlamentarios podrían velar por los acuerdos gracias a un Legislativo más potente. Ahora bien, dado que a diferencia de otros países centroeuropeos ninguna de estas condiciones se da, estos son los mimbres con los que debe hacerse el cesto.

Pese a ello, la explicación institucional no puede ser suficiente por una razón sencilla: una constante no puede explicar por sí sola un cambio. Tenemos el mismo diseño institucional desde 1977, pero la dificultad para formar Gobierno se produce ahora, luego tenemos que pensar en las transformaciones más recientes de nuestro sistema político. No han sido escasas.

La primera más evidente es la fragmentación política, que aumenta el número de actores para pactar. Hoy tenemos el Congreso más plural desde que se reestableció la democracia y los dos principales partidos, PSOE y PP, que acariciaban en 2008 el 83% de los votos, apenas suman ahora el 46%, su nivel más bajo. Esta fragmentación parlamentaria nos acompaña desde diciembre de 2015 y seguirá con nosotros más tiempo, luego incrementa los puntos de veto. En la actualidad hablamos del primer partido con 123 diputados y de cómo las izquierdas estatales, únicas que podrían articular una mayoría, PSOE y Unidas Podemos (UP), siguen quedándose en 165 diputados. Necesitan más partidos en la ecuación, y eso asumiendo que la formación de Pablo Iglesias es un actor único cohesionado.

La ambición por el ‘sorpasso’ y la angustia de los partidos incentiva a los líderes políticos a ser cortoplacistas y tácticos

La segunda es que esta fragmentación ha venido acompañada de polarización en dos aspectos. De un lado, la polarización territorial, acusada además desde el año 2017, y que hace que, por primera vez, cuando no hay una mayoría absoluta, no se busque el concurso expreso de partidos nacionalistas/independentistas catalanes. Esta es una novedad y aunque la izquierda lo tenga más sencillo para buscar su abstención, conlleva que haya un mayor alejamiento de las posiciones y mutua desconfianza. Del otro lado, especialmente desde la moción de censura, la polarización ideológica ha conformado dos bloques cerrados a derecha e izquierda. La coalición con el menor número de socios que llega a la mayoría absoluta es la reedición del Pacto del Abrazo entre PSOE y Ciudadanos, pero hoy es una fórmula totalmente imposible. Incluso la abstención con la que coquetean los socialistas es improbable cuando hay competencia por el trono de la oposición.

Finalmente, una transformación clave es la elevada volatilidad electoral. En un entorno plural es posible llegar a acuerdos si existe una pauta relativamente asentada de competición. Es decir, si hay una cierta estabilidad que haga que los partidos no tengan miedo a perder muchos votos entre elecciones, o, dicho de otro modo, que exista un sistema de partidos institucionalizado. Por más que se repitan los comicios, con pequeñas variaciones, siempre se tendrán que sentar los mismos actores a la mesa de negociación; luego el acuerdo es imprescindible para gobernar. Justo lo contrario a lo que vivimos desde 2015. La mezcla entre la ambición por el sorpasso y la angustia existencial de las organizaciones, la fluidez de nuestro sistema de partidos, se ha traducido en que los líderes políticos tengan incentivos para ser muy cortoplacistas y tácticos. Lo vertiginoso en la mutación explica gran parte de lo que vivimos ahora.

Sin duda las derivadas internas de las organizaciones importan tanto como los liderazgos y la confianza entre los socios. Pero, con todo, dudo que los españoles tengamos una maldición congénita que haga imposible el acuerdo. En otros países europeos su fragmentación fue más gradual y pudieron, poco a poco, ajustar sus instituciones y prácticas al nuevo entorno. Nosotros, por el contario, nos hemos hecho europeos en apenas cinco años y aún no se ha aposentado el polvo. Falta rodaje. Y, por descontado, nada más lejos de mi intención que exonerar a nuestros representantes de su responsabilidad para buscar pactos, pero sí aprovecho para recordar que en Alemania tuvieron su propio récord de días sin formar Gobierno en 2018 y no recuerdo que nadie le diera una explicación cultural. Afortunados ellos.

Pablo Simón es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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Sobre la firma

Pablo Simón
(Arnedo, 1985) es profesor de ciencias políticas de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra, ha sido investigador postdoctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Está especializado en sistemas de partidos, sistemas electorales, descentralización y participación política de los jóvenes.

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