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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

El sistema multilateral de comercio será más justo o no será

Los acuerdos de la UE-Mercosur y la región africana reaniman unas negociaciones anquilosadas

Gonzalo Fanjul
Policías y manifestantes debaten ideas durante la Conferencia de la OMC en Seattle (1999).
Policías y manifestantes debaten ideas durante la Conferencia de la OMC en Seattle (1999).Steve Kaiser (Wikipedia/CC)

Hace veinte años, durante la Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle, se produjo una pequeña revolución. Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y la descolonización, una alianza de países en desarrollo se atrevió a cambiar las reglas del comercio mundial. Hasta ese momento, Europa y Estados Unidos guisaban y servían unos acuerdos que los demás debían aceptar con matices. Pero la alianza de economías emergentes –como Brasil, India y Sudáfrica– y el valor simbólico de algunas causas –como el efecto de las patentes en el precio de los medicamentos contra el VIH– pusieron fin al business as usual. La incapacidad de las grandes potencias para entender este cambio derivó en un bloqueo de las negociaciones que pagamos hasta el día de hoy.

La OMC es una rara avis entre las grandes organizaciones económicas internacionales, y no solo por haber nacido medio siglo después que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. A diferencia de prácticamente cualquier otro espacio multilateral, sus decisiones se toman por consenso, son vinculantes y están amparadas por la capacidad coercitiva de sus organismos. De ahí la importancia del premio al que aspiraban economías que dependían del comercio para escapar de la pobreza: el fin de la competencia desleal de los subsidios agrarios del Norte, un sistema de propiedad intelectual compatible con los derechos de pacientes sin recursos, excepciones al desarme arancelario para proteger industrias vulnerables o más flexibilidad para la movilidad internacional de trabajadores, entre otras medidas.

Este programa de trabajo se dio en llamar la Ronda del Desarrollo de Doha. Las conferencias de Doha (2001), Cancún (2003) y Hong Kong (2005) vieron conformarse un proceso negociador en el que la coalición entre países emergentes y pobres se iba consolidando para frustración de las potencias tradicionales. Fue un episodio épico, como relataba en su crónica desde Cancún la directora de este periódico en septiembre de 2003. Y, como muchas otras épicas, esta también acabó en tragedia. La arrogancia filo-colonialista de Europa y Estados Unidos impidió alcanzar un acuerdo que reflejase un equilibrio algo más justo de los costes y beneficios de la integración comercial. Sus negociadores agotaron el oxígeno del proceso multilateral y comenzaron a prosperar opacos acuerdos bilaterales y plurilaterales en los que la capacidad de resistencia de los países pobres –y de los trabajadores vulnerables dentro de los propios países ricos– quedaba aplastada por la parte más fuerte. Algunos perdieron mucho y todos ganamos menos de lo que podríamos haber ganado con un proceso más justo e inclusivo.

He recordado todo esto al leer los pasados días sobre dos acuerdos que recuperan, en cierto modo, el pulso de unas negociaciones detenidas durante demasiado tiempo. Por un lado, la UE y el Mercosur acaban de anunciar la conclusión de un acuerdo comercial negociado durante la friolera de veinte años. Por otro, África se prepara para una zona de libre comercio continental que hoy es de 1.200 millones de habitantes y que podría ser del doble en 2050. "Un poderoso mensaje", enfatizaba Rebeca Grynspan hace unos días, comentando el primero.

Sin duda lo es. En medio de esta oleada regresiva, estos acuerdos podrían influir los que se negocian con regiones tan relevantes como la asiática. Eventualmente, tal vez incluso permitir un nuevo acuerdo comercial multilateral.

La pregunta es si hemos aprendido algo de nuestros errores durante la Ronda de Doha. Con franqueza, es difícil no ver las trazas de aquel fracaso colectivo en el que estamos viviendo ahora. La incapacidad de los países más ricos –y de los poderosos lobbies que determinaron su posición– para embridar el proceso de globalización en beneficio del interés común nos explotó a todos en las narices. Una década después de la caída de Lehman Brothers, los ciudadanos han vuelto a salir a la calle para protestar, pero esta vez no lo hacen en los foros sociales, sino en los ultra-nacionalistas. Un mundo sin más reglas que las del matón, en el que Trump y su recua están aplicándole a la UE la misma medicina que ambos trataron de aplicarle a los países pobres: o tragas o me llevo la pelota. Hasta el punto de que la Unión Europea está considerando vías alternativas de arbitraje fuera de una OMC bloqueada.

El economista estadounidense Dani Rodrik ha argumentado recientemente que los factores comerciales –como el impacto de las exportaciones chinas– han alimentado los miedos y tensiones culturales de la población en países como el suyo o el Reino Unido. Y que solo un modelo más preocupado por la desigualdad y la vulnerabilidad social nos inoculará frente a estas inseguridades. Esa misma lógica puede ser extendida al tablero global contemporáneo, donde regiones como América Latina, Asia y África ya no están obligadas a aceptar los acuerdos tuertos que les ofrecen los más ricos. El nuevo sistema multilateral de comercio será (algo más) justo o no será. ¿Se imaginan cuántos disgustos podríamos habernos ahorrado si esta idea hubiese prosperado hace veinte años?

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