Rituales
Hay una parte de la población muy rancia que rechaza los uniformes e incluso los considera un modo de inadmisible esclavitud
A mí, como a las criadas de Galdós, me gustan los uniformes. Más lejos iré: sin una teatralidad en los momentos supremos, la vida social carece de convicción. Un juez ha de llevar las bocamangas forradas con carísimas puñetas. Solo de ese modo puede condenar al reo. La Iglesia católica comenzó a diluirse en el aire el día en que los curas dejaron de decir misa de culo a la grey y en los sermones citaban a Gramsci. Un militar de alta graduación ha de llevar el uniforme forrado de medallas hasta las corvas, como los mariscales soviéticos, que de eso entendían. Mi padre, que era bombero honorario del Ayuntamiento de Sabadell, se ponía el uniforme en días señalados para gozo y algazara de los niños. Era un uniforme de granito y es una pena que se perdiera. De haberlo heredado me presentaba yo con él en la Academia, que es lugar donde se aprecia el uso del uniforme. Lo primero que hicieron los radicales franceses de 1791 fue imponer uniforme a todo quisque, muchos tomados de la historia romana. Los diseñaba Jacques-Louis David que tenía ideas sobre cómo distinguir a una vestal de un tribuno del pueblo.
Sin embargo hay una parte de la población muy rancia que rechaza los uniformes e incluso los considera un modo de inadmisible esclavitud. Esa parte suele formar lo que desde la antigüedad se llama “el coro”. Aparecen siempre saltando, chillando, gruñendo y vejando, como el otro día en la procesión gay. Increpan e insultan a quien lleva uniforme o a aquellos que, sin llevarlo, ellos los ven con cara uniformada. Son las célebres turbas. A su manera, ellos son los más uniformados desde hace siglos y siempre igual. Quien desee una imagen científica de los mismos mire por Internet el cuadro de El Bosco con la Verónica, el que está en Gante. Sale Arrimadas.
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