Arquitectura dentro de la arquitectura
El taller de cocina que Sol89 ha construido en Sevilla, en el interior de un antiguo almacén, es nuevo y viejo a la vez: una “arquitectura instalada” que habla de la ciudad antigua y de la renovación vital. Y que podría desmontarse y cambiarse de ubicación
Uno de los primeros trabajos de Eduardo Souto de Moura fue una galería de arte, tal vez una tienda de marcos —no he podido dar con ella— que construía una capilla dentro de un edificio. Era arquitectura dentro de la arquitectura. En realidad, todo el trabajo de los primeros años de Souto de Moura incorporaba rocas, rescataba edificios o utilizaba una cantera como topografía. Esos años de ruinas que se usan, de restos que se incorporan, de naturaleza que no se oculta, hicieron que la línea moderna de sus diseños se dejara marcar por el contexto y se convirtiera en el folio en blanco donde se formaban palimpsestos.
Este restaurante sevillano en la céntrica calle Boteros evoca esa intersección de inmuebles: el antiguo almacén de ladrillo protege la sutil construcción de madera. Lo nuevo existe gracias a lo viejo, lo frágil y cuidado queda instalado en lo existente y protegido por la rotundidad de lo resistente.
Hace años que los dueños del local, Ricardo, Javi y Maite, regentan el restaurante sevillano Contenedor y necesitaban un taller de cocina donde ensayar futuros recetarios, impartir cursos de gastronomía u ofrecer catas de aceite o vino. Ese nuevo espacio es un círculo. La cercanía decide la relación entre los profesores y los alumnos. Eso es el taller; el resto, como en el edificio de Souto, queda detrás del nuevo uso: un vestíbulo y una zona de recepción, un office, el aseo y todos los rincones fuera del círculo están aprovechados como almacén.
La intención de los arquitectos, María González y Juanjo López de la Cruz, era rodear al cocinero y hacer partícipes a los asistentes. La arquitectura contribuye a ese fin ordenando la clase, acogiendo a quienes llegan, potenciando la tenue luz y no distrayendo a los asistentes. Los arquitectos hablan de la cocina como de una liturgia y ellos mismos hacen de la arquitectura y del trabajo de ebanistería la suya propia. Arquitectónicamente, las ideas son tres: la “arquitectura instalada” o protegida por el edificio existente; la transformación de un inconveniente en un atributo —el pilar central de fundición convertido en centro del espacio que se “enrosca” a su alrededor—; y la decisión —derivada de ese pilar— de potenciar el círculo como espacio de encuentro.
Así, un biombo curvo de madera de fresno separa el espacio gastronómico de los espacios auxiliares —desplazados a los restos, esta vez espaciales, del antiguo almacén—. La cubierta del biombo es ligera, simbólica, pero sirve para envolver a los estudiantes y para velar por la acústica de las clases mientras deja pasar la luz.
González y López de la Cruz citan a Gustavo Bueno para señalar que la mesa es “el suelo de las manos”, un suelo elevado que aquí han trabajado los ebanistas Ignacio Sánchez y Nicholas Chandler. Se trata de un elemento hecho a mano “con maderas de las calles de Sevilla: naranjo, robinia, ciprés, melia, olivo y grevillea, recuperadas tras las podas anuales y secadas y tratadas artesanalmente por los ebanistas”. La altura de la mesa puede cambiar para acomodarse a los actos de cocinar y de comer. Reciclaje e innovación. Arquitectura y gastronomía van de la mano en un espacio que reconoce los materiales del lugar, rescata la memoria y propone imaginar otro futuro.
El coste de la intervención, incluido todo el mobiliario fue de 1.110 euros por metro cuadrado (59 metros), según los arquitectos.
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