Albert Adrià y su Cakes & Boubbles londinense
Otra dimensión golosa
“Nos cuesta trabajo explicar a nuestros clientes qué es y cómo funciona Cakes & Bubbles. No es restaurante de postres, ni tampoco un salón de té, ni por supuesto una pastelería. Ofrecemos dulces pensados para armonizar con diferentes bebidas, champagne, fundamentalmente”, me comentó Albert Adrià cuando le felicitamos por el deslumbrante espacio que regenta en los bajos del Hotel Café Royal, en Regent Street, a dos pasos de Picadilly.
Llegamos a primera hora de la tarde y disfruté como pocas veces con las especialidades de su carta. Lo hice con tragos del champagne Gaston Chiquet, seco, poco aromático, perfecto a modo de contrapunto.
No hay que ser un goloso empedernido para paladear los dulces de Adrià, al contrario. “Afrontamos constantes problemas con nuestra clientela árabe. Nos reprochan que nuestras especialidades son bajas en azúcar, sobre todo cuando comparan nuestra versión de la baklava con la suya. O nuestro té moruno que no acumula las cantidades de azúcar que a ellos les gusta” La degustación de 4 dulces tiene un precio de 29,50 libras. Con la copa de champagne sube a 42. A la carta, individualmente fluctúan entre 5 y 14 libras”.
No descubro nada nuevo si afirmo que la pastelería de Albert Adrià es excepcionalmente sutil, tan creativa como adicitiva. Con la ayuda de un gran equipo y el respaldo de David Gil, su brazo derecho, elabora y sirve en Londres pastelitos de diseño, que bucean en la memoria colectiva, en la cultura y en la vida cotidiana, mientras exploran armonías y texturas inéditas, algunas al filo de lo inverosímil. Estructuras golosas excepcionales para quienes saben apreciarlas. Y siempre con ese sentido del hedonismo y la chispa que le caracteriza. Mientras disfrutaba de aquellos dulces desfilaron por mi memoria bocados de El Bulli, Tickets y Enigma, recuerdos y alusiones de experiencias imborrables.
La sferificación de agua de rosas, lichi y frambuesas con la que se recibe a los clientes en Cakes & Bubbles constituye un gesto de cortesía envuelto en fragancias. El corte helado, que incluye helados de nata y fresa entre dos finísimas obleas, no deja de ser un retorno a la infancia, mientras que el pastel de zanahoria (carrot cake), etéreo, es una revisión del tradicional donde intervienen el merengue seco de zanahoria, con helado y zanahoria rallada, notas de jengibre y naranja. Todo tan ligero que los mordiscos parecían esfumarse en la boca.
El llamado huevo de oro esconde en su interior un flan con caramelo impecable; la baklava que se elabora con pasta filo rellena de espuma de pistacho, se termina de pintar con miel y flor de naranja y se espolvorea con ralladura de pistachos iraníes. Su versión del pancake, auténtico prodigio técnico, el más ligero que jamás haya existido, esconde en su interior espuma de yogur y se cubre con mantequilla de sirope de arce y mermelada de arándanos, una locura. Y su portentoso cheese cake, suave, fundente, mórbido hasta decir basta, que se elabora con queso inglés Barón Bigod, llega cubierto con chocolate blanco y praliné de avellana para conseguir el más perfecto de los trampantojos.
Pocos comentarios tengo que añadir, salvo que se trata de una de experiencia apasionante de enorme envergadura técnica y gastronómica. Deseo que las fotografías ayuden a entender lo que no soy capaz de describir con palabras. Sígueme enTwitter: @JCCapel y en Instagram: jccapel
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