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Columna
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El reto del siglo

Fabricamos mitos individualistas para luego asistir al espectáculo de su destrucción

David Trueba
Messi, abatido tras sufrir la derrota frente al Liverpool en la semifinal de la Champions.
Messi, abatido tras sufrir la derrota frente al Liverpool en la semifinal de la Champions. Clive Brunskill (Getty Images)

Al saber que hoy se decide el futuro de la Orquesta de Granada, abandonada en su financiación, a uno le invaden dudas sobre si el ascenso del individualismo no resulta ya insostenible. A menudo los espectadores se preguntan en voz alta por qué no funcionan demasiado bien las ficciones sobre fútbol y sí en cambio sobre disciplinas individuales en deportes menos populares. La respuesta es sencilla, la épica en el espectáculo necesita de un protagonismo único para poder ser representada y compartida. Desde las religiones hasta los relatos heroicos, la figura del icono individual se apodera del relato. Las epopeyas colectivas son difíciles de narrar. Y nosotros nos moldeamos a la manera del relato, del mismo modo que nos convertimos en lo que nos obliga a convertirnos la publicidad, sin darnos cuenta de que el proceso convendría que fuera inverso. En un tiempo anterior no tenía tanto peso en la sociedad la cultura del espectáculo, existía la cercanía y la experiencia vivida. Al día de hoy, la transmisión de todo lo real a través de pantallas, fuerza a que los relatos sean transmitidos como ficciones elaboradas. Por eso el individualismo se ha reforzado.

Tanto es así que hasta en la política existe un relato individualizado. La Transición española son dos personas y la relevancia que han cobrado los salvapatrias, desde Trump hasta Putin pasando por Salvini, es referencia directa al papá autoritario que viene a poner orden en el hogar. Ejemplos como el de Macron apuntalan la idea de que pueden existir liderazgos sin partido. El lema zafio de Vuelve el hombre nos caló para mal. Hace pocos días eliminaron al Barcelona en la Copa de Europa y hubo una crisis de relato colectivo. Si Messi era invencible, como se nos decía en cada titular durante los meses anteriores, ¿cómo resultaba posible que algún rival lo venciera? Muy sencillo, en lugar de valorar que su equipo andaba ganando por encima de sus posibilidades reales, se insistía en ese valor individual tan sostenido en lo mediático. Semanas antes había sucedido con Cristiano Ronaldo, eliminado una ronda anterior, pero bajo el mismo ensalmo glorificador a su persona. En el pasado Mundial, fue risible leer en la prensa, tras la eliminación de ambas estrellas con sus selecciones, que el tiempo de las individualidades había terminado. Al día siguiente, el jugador de Francia Kylian Mbappé hizo un partido llamativo y esos mismos titulares corrieron a coronarlo como el nuevo Pelé.

Necesitamos que individuos representen el mérito absoluto. Sucede así porque el consumo es inducido a través de la representación particular. La publicidad no es más que otra rama de la ficción, como la autobiografía y la fábula. Ya apenas quedan relatos sostenidos de un esfuerzo colectivo, de la importancia de afrontar los debates y los conflictos con todas las sensibilidades incorporadas. En la cultura del superhéroe, los niños son educados en figuras del salvador y del mártir, en lugar del acuerdo y la estrategia de grupo. Somos un caos que algunos pretenden resolver a fuerza de francotiradores. Pero no es así. La empresa colectiva permanece inalterable como la única solución posible. Fabricamos mitos individualistas para luego asistir al espectáculo de su destrucción. Fauna de usar y tirar, que encadenamos de manera incansable. Movámonos hacia las orquestas, al ejercicio de afinación general, de cadencia grupal, y las cosas nos saldrán mucho mejor. Podría ser el reto del siglo.

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