La tele entra en las viviendas de nuestros vecinos. Y nos encanta
Nada mejor que fisgar en sus hogares a través de la pantalla, ver cómo remodelan su mansión o se hipotecan. Un viaje por el cotilleo hecho decoración
EN ‘NADA de todo esto’, el cuento de Samanta Schweblin que abre el volumen Siete casas vacías, una madre y una hija se dedican a mirar casas: “Esto es exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los demás”. Esta pulsión, que muchos reconocemos como propia, va mucho más allá del mero cotilleo. Hay algo tremendamente atractivo en las casas ajenas, algo que se refiere tanto a lo observado como al observador. Podríamos justificarnos con explicaciones psicoanalíticas —según el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, las casas son símbolos de nuestra personalidad, ocupando el techo nuestro cerebro, mientras que los instintos se alojan en el sótano—, pero quizá sea mejor reconocer, sencillamente, que la curiosidad por las casas ajenas se basa en las proyecciones críticas que hacemos sobre sus habitantes. Algo así debe de ser lo que nos engancha a ese conjunto fascinante de programas televisivos de búsqueda de casas, mudanzas, compraventas, reformas y construcciones exprés: no solo ofrecen un curioso retrato sociológico de las sociedades que retratan —Estados Unidos, Canadá y Australia, mayoritariamente—, sino también de nosotros, contradictorios y embelesados espectadores.
No deja de ser llamativo que el surgimiento de ¿Quién vive ahí?, el programa de La Sexta que nos dejaba fisgonear en el interior de viviendas peculiares —normalmente lujosas—, se produjera en 2010, cuando la crisis económica mostraba su cara más cruel y las noticias sobre desahucios eran la ración diaria de desesperanza. Sin embargo, el planteamiento de ¿Quién vive ahí?, bien mirado, tenía bastante sentido: no se trataba tanto de ver interiores como de averiguar quiénes eran esos privilegiados, esos esnobs, que aireaban la intimidad de sus viviendas, convenientemente preparadas para la exhibición.
El fenómeno actual tiene componentes similares, pero no es completamente equiparable, ya que se trata de programas importados, no versiones españolas de los originales. Difundidos sobre todo a través de Divinity, equivalen más a un safari por tierras lejanas con personajes que atraen tanto como repelen. Aunque ¿es ese mercado inmobiliario y todo lo que lo rodea tan diferente al nuestro? ¿O poco a poco nos vamos pareciendo más y más? La obsesión por las islas y encimeras de cocina o el auge de los vestidores y el jacuzzi como sinónimos de elegancia y distinción empiezan a ser aquí también la norma. ¿Qué es lo que nos fascina entonces? ¿La visión del tiburón acercándose?
La oferta de programas sobre casas está liderada por dos gemelos apuestos y simpáticos, los Scott
La oferta de programas sobre casas está liderada por esos dos gemelos altos, apuestos y simpáticos, los hermanos Scott, Drew y Jonathan, Jonathan y Drew: si eres capaz de distinguirlos a primera vista es que has alcanzando la categoría de espectador fiel. En La casa de mis sueños, Jonathan hace de agente inmobiliario para encontrar casa nueva a una familia en apuros, mientras que Drew se encarga de reformarla para ajustarla a sus necesidades. Lo de “en apuros” es un decir: normalmente son familias cuyos problemas de espacio se reducen a que cada niño no tiene un dormitorio propio o a que el hombre de la casa no cuenta con una “guarida privada” para ver el fútbol. Los Scott, dueños en la vida real de una exitosa inmobiliaria, son expertos en cargarse casas antiguas cuyo encanto genuino, visible en molduras, suelos o azulejos, será sustituido por ese aire común de hotel contemporáneo: líneas limpias, mucho acero y cristal, chimeneas eléctricas y, en lo decorativo, láminas de flores, cojines en tonos pastel y jarrones con orquídeas. Ni que decir tiene que el desarrollo del programa siempre incluye los mismos giros narrativos. Durante la reforma aparece algo imprevisto —amianto, tuberías rotas o bichos asquerosos que han devorado el interior de los muros—, pero todo se soluciona de la mejor manera y el happy end es inevitable.
Para darle un poco de emoción al asunto existe otra versión del programa, Los gemelos decoran dos veces, que es una especie de concurso entre ambos para determinar quién reforma mejor y más rápido. Esto de las prisas es otra de las líneas comunes de muchos programas: no vale solo con hacer las reformas, sino que hay que hacerlas rápido, con plazos que nuestros albañiles reales considerarían ciencia ficción. Pero correr tanto causa estrés, y el estrés, a su vez, causa peleas. Más movidito es, en este sentido, Tu casa a juicio, programa basado en una competición entre parejas —agente inmobiliario y reformadora—, con un final en el que la familia en cuestión deberá decidir si ama su vieja propiedad y permanece en ella o si la vende para poder así comprar otra mejor. A la reformadora suele tocarle la peor parte, pues con presupuestos limitados tiene que reformar casas en las que el principal problema es de orden, cuando no de limpieza y convivencia familiar. El agente, por su parte, busca casas y también se lleva alguna pulla por el camino. ¿Los problemas? Los de siempre: poca luz, jardín pequeño, escalera anticuada, no hay vestidor…
Recién hipotecados, el programa liderado por la simpática Egypt Sherrod, combina ambos ingredientes: una pequeña dosis de tensión —normalmente debido a los altercados entre la pareja que va a adquirir la casa— y un perfecto final con la entrega de llaves. El esquema es (casi) siempre el mismo: Egypt muestra tres o cuatro casas a sus clientes, ellos ponderan sus defectos y virtudes, escogen una, regatean el precio —siempre por encima del presupuesto— y celebran su casa soñada con un feliz “¡recién hipotecados!”, que en Estados Unidos quizá sea una bendición, pero que aquí suena a castigo eterno. La versión Recién reformados, presentada por la misma Egypt Sherrod, supone una vuelta de tuerca al planteamiento, pues los clientes compran casas viejas, las reforman y finalmente las venden, obteniendo así un sustancioso beneficio. Después de todo, comprar barato y vender caro para comprar aún más caro ha sido siempre el motor del negocio inmobiliario —con sus consiguientes burbujas…—.
Frente al espíritu acumulativo, siempre nos quedará el buenrollismo de los programas de minicasas —zulos de menos de 20 metros cuadrados, pero muy cuquis— que predican una doctrina minimalista en la que la renuncia a las posesiones materiales se traduce en felicidad espiritual. Los clientes parten de abandonar casas 10 veces más grandes de las que tendrán, por lo que deberán dejar atrás montones de cosas. Las minicasas se diseñan en función de las necesidades concretas: si eres un amante de los vinilos te pondrán una bonita balda para que coloques… 20; si te gusta leer te harán “un rincón de lectura” donde, con las piernas encogidas y una taza de café con espumita, podrás leer los tres libros que te caben; si a tu hija le gusta pintar le harán, oh, un escritorio cama donde, mientras no crezca por encima de 1,10 metros, podrá utilizar la única caja de lápices que entra en el cajón. Vender como la panacea casitas en las que hay que agacharse para entrar en el baño, sin espacio donde tender la ropa, sin intimidad alguna y en las que, para dormir, hay que accionar varias palancas que sacan una cama donde te acostarás con la cabeza al lado del horno, resulta tan cómico como el mismo diseñador Zack Giffin con su sempiterno cinturón de dos mil herramientas.
El canto al minimalismo y al ecologismo que ofrecen los programas de minicasas tiene algo de impostado. En realidad, los habitantes no tratan de cambiar su modo de vida, sino de comprimirlo, y así se escuchan frases tan hilarantes como “¡vamos a celebrar unas fiestas estupendas aquí con los amigos!” (en 10 metros cuadrados), “¡nuestros hijos crecerán en plena naturaleza!” (y durmiendo en un agujero), “¡ahora tendré más tiempo para estar cerca de mi familia!” (y para no perderla ni un momento de vista).
A pesar de la aparente diversidad de estos programas, el tufillo conservador es innegable
Y aquí es donde concluye todo esto: en la constatación de que, a pesar de la aparente diversidad de estos programas y de sus participantes (mayoritariamente parejas blancas heterosexuales, salvo un medido cupo de minorías asiáticas, afroamericanas, homosexuales, etcétera), el tufillo conservador es innegable. Lo que impera es el deseo de poseer, de invertir y de ahorrar. La homogeneización es espantosa: todas las casas terminan pareciéndose —o tratando de parecerse, en el caso de las más humildes—, y, con ellas, también los modelos de vida de sus propietarios. La idea de amor eterno —e hipoteca— más allá de la muerte, el elogio desmedido a la familia —cuantos más niños, mejor—, la mujer que necesita más espacio para cocinar o un armario más grande para sus 200 pares de zapatos, el hombre que precisa su “guarida” donde poder beber cerveza y ver la tele sin que lo molesten, la falta de cultura generalizada —por más casas que vean no encontrarán libros en ninguna—, la búsqueda de “buenos barrios” y de “vecindarios recomendables”, la necesidad continua de ascender y progresar, la posesión como forma de lucimiento social, etcétera, todo ese espectáculo es justo lo que nos fascina y nos horroriza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.