Electrodoméstica
Al sentimentalismo operario se opone la actualísima alienación marxista
El número de accidentes de trabajo en España a lo largo de enero de 2019 ascendió a 47.435, de los cuales 44 fueron mortales, según el Ministerio de Trabajo. Busco datos cuando veo un anuncio que me hace recordar al tío de una amiga que perdió el dedo en la picadora: su carne pasó a ser hamburguesa. En el anuncio, una trabajadora de una fábrica de electrodomésticos visita la cocina de unos señores que han comprado una nevera. La mujer, mientras acaricia el electrodoméstico, susurra: “Tiene un pedacito mío”. Al sentimentalismo operario se opone la actualísima alienación marxista. Porque, ¿qué pedacito de la trabajadora se ha quedado en el electrodoméstico —una nevera a la que se acaricia con más amor que a ciertas mascotas—?, ¿se ha quedado su corazón?, ¿su amor por las cosas bien hechas?, ¿el sudor de su frente?, ¿su fuerza de trabajo mal pagada?, ¿el peso de su hipoteca?, ¿se habrá quedado en la nevera algo parecido al dedo del tío de mi amiga?, ¿por qué esa mujer mira el frigorífico como a un pariente próximo, en lugar de observarlo como producto de una cadena de montaje? Los publicistas pretenden proyectar una imagen más cercana a las formas de las burbujas del vidrio soplado, que a aquel fotograma de Charlot apretando tornillos y botones de señoras con sus alicates enloquecidos. Idea “fuerza”: mi producto es el mejor porque mis trabajadores y trabajadoras son una gran familia solidaria, una casa de la Pradera, que transmite, generación tras generación, el orgullo por trabajar en una empresa tan rebuena y tan humana, que hace innecesarios luchas sindicales y convenios colectivos. Son felices y reflejan su felicidad y su conformidad en el buen hacer que cristaliza en una máquina perfecta que nunca será pasto de la obsolescencia programada. Neveras así merecerían un funeral. Dentro de sus cajones, los alimentos sonríen. Se disfraza el conflicto, porque esa mujer que mira un aparato como si fuese carne de su carne, en realidad nunca podría adoptar uno, mimarlo, poseerlo. Es carne de su carne, pero de otro modo. Es: miedo al despido, jornadas leoninas, imposibilidad de conciliar, temor de convertirse en trabajadora pobre, prisa, sobreesfuerzo, riesgo de ser víctima de un accidente o de un robot más rápido, aunque menos cariñoso, que ella. Las neveras lo notarán y quienes las compren también. Esas otras neveras tendrán mal aliento y darán calambre.
Al otro lado del espejo, en Cádiz cuatro empresarios son detenidos tras quitarle a un trabajador moribundo su uniforme para ocultar un accidente laboral y la escritora francesa Brigitte Giraud, en Tener un cuerpo observa, no lo que queda de ella en su trabajo, sino cómo el trabajo marca su anatomía: “… noto que con la bata soy una subordinada. Me convierto en invisible e intercambiable. Mi jefa nos prohíbe sentarnos. Así que me siento a escondidas, cuando ya no me aguantan las piernas, cuando ya no puedo soportar andar pasando el peso de un pie a otro (…) me froto las pantorrillas para que la sangre circule pese a todo, doblo la espalda hacia adelante para estirar los riñones doloridos”. Creo que esta es la diferencia entre la literatura y la publicidad cuando la primera se niega a convertirse en la segunda. Ahora me pregunto si la trabajadora del anuncio de electrodomésticos lo hará sentada en un sillón de orejas.
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