Cortés Supremo
La culpa no es suya, bastante tiene con su infortunio, sino de quienes le utilizan
Conocí a Juan José Cortés hace una década. Hacía seis meses que había enterrado a su niña de cinco años, asesinada por un pederasta que debía estar preso, y cuyo balcón podía ver desde el suyo. Cortés me abrió su casa, su vida y su alma hecha trizas. Primero, para un reportaje de este periódico. Después, para una biografía que presentaron el ministro socialista del Interior y la portavoz popular en el Congreso, unidos en público tributo a un hombre a quien el sistema le había fallado trágicamente. Ya entonces, Cortés no era quien fuese que hubiera sido. Mientras su mujer, Irene, y sus hijos adolescentes trataban de sobreponerse a su pérdida haciendo vida diaria, él estaba ido. Inmerso en la cruzada en la que aún vive. Hacerle lo que considera justicia a su hija. La compasión, la mala conciencia y la codicia de algunos políticos y algunos medios que le lisonjearon al intuir en él a un diamante en bruto dieron alas a su delirio. Se creyó su personaje. Empezó a averiarse el juguete.
Hace tiempo que asisto, asistimos, a la deriva de un hombre roto. Al penoso espectáculo de un padre huérfano de hija presentándose donde le llaman y donde no le llaman como la encarnación del hombre bueno en auxilio de las desgracias ajenas: sea un niño asesinado por maldad pura u otro caído en un pozo por puro accidente. Últimamente, anda venidísimo arriba como fichaje estrella del PP con un único punto en cartera: no derogar la prisión permanente revisable. Será el calor de los focos, el color del dinero, el afán de servicio público, vale, pero da lástima verle bramar barbaridades contra Pedro Sánchez convertido de víctima en juez supremo. La culpa no es suya, bastante tiene con su infortunio, sino de quienes le utilizan. De los que juegan con el juguete roto porque les sirve para su juego, hasta que deje de servirles y lo tiren. Lejos de reparar su avería, hurgan más en su herida.
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