Siempre hay que saberlo todo
El libro 'Dicen' de Susana Sánchez Arins responde a una pregunta muy moderna: el que quiera perdonar, decisión libre y voluntaria, necesita primero saber a quién
Cuando fusilaron a Alexandre Bóveda, nacionalista gallego y redactor del primer Estatuto de Autonomía junto a Enrique Rajoy, abuelo de Mariano Rajoy, su hija pequeña aún estaba dentro del vientre de su madre, Amalia Álvarez. “Mi madre no sabía que lo iban a fusilar unas horas después. El camión pasó cerca de casa y la familia aún dormía. Mi tío recuerda que se escuchó el temblor de los disparos en A Caeira”.
Conservo de Amalia Bóveda dos conversaciones delicadas, lecciones inmensas acerca de la amputación, el sufrimiento, la esperanza y el perdón. También una amistad larga en el tiempo con su hijo Valentín, presidente de la Fundación Alexandre Bóveda. Los dos me concedieron hace tres años uno de los pocos honores que uno recordará toda su vida: hablar frente a la tumba de Bóveda en el cementerio de San Mauro por el aniversario de su fusilamiento; recordar quiénes eran, de dónde venían y adónde iban aquellos días de agosto tantas personas peligrosas por extraordinarias, cívicas y republicanas, tiroteadas en donde las pillasen, muertas sin juicio o peor aún, con él.
En una de esas charlas Amalia Bóveda me contó cómo de niña, jugando sola fuera de casa, veía pasar siempre a un hombre que se le quedaba mirando fijamente. Un día su madre se fue a la ventana para saber quién era. Ni más ni menos que Víctor Lis Quibén, un médico brillante y culto, estudioso de la etnografía que había publicado un libro sobre medicina popular gallega. Cantaba con su padre en la Polifónica: Alexandre era tenor y Víctor barítono. Su madre prohibió a la niña volver a jugar sola a esas horas. Víctor Lis Quibén también había sido el jefe de la llamada guardia cívica, grupos de hombres que salían de noche a matar gente a los pueblos vecinos y a saquear locales sindicales. De esa guardia Victor Lis fue expulsado por su crueldad.
Me dijo: “En casa mi madre no hablaba por sentido de protección, por no alentar odio y por la última carta de él. Unas señoras llegaron a escupirle por la calle. Como habían fusilado a su marido, y era la viuda de Alexandre Bóveda, humillarla era una adhesión al régimen. Nunca se permitió odiar a nadie. Mantuvo amistad con familias falangistas toda su vida, familias vecinas con las que había convivido en paz hasta la guerra y después. Pero vivió lo suficiente para ver la restauración de la figura de mi padre, su busto en esta plaza, el monumento en donde lo mataron, su reconocimiento como hijo predilecto de la ciudad, su aniversario como Día de Galiza Mártir. Solo quisimos, y aún queremos saber, porque siempre hay que saberlo todo. Pero odio no. Porque los que lo hicieron están muertos, y los hijos nunca deben pagar por los pecados de sus padres”.
Con ese “siempre hay que saberlo todo” hay que acercarse a un libro extraordinario, Dicen, de Susana Sánchez Arins. Lo acaba de publicar De Conatus y la autora habla de la represión franquista que no estaba en los papeles y permanecía en la memoria: su tío abuelo Manuel García Sampayo, uno de los más grandes represores de la comarca del Salnés sin salir en causas, denuncias y declaraciones. Terror para su propia familia, a la que arrebató tierras y esclavizó, y dispuso de su propio padre con el yugo de los bueyes al cuello, tirando del arado, gradando “sus pocas tierras con sus propios aperos y su poca fuerza”. Sánchez Arins y su libro responden a una pregunta muy moderna: el que quiera perdonar, decisión libre y voluntaria, necesita primero saber a quién.
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