La tregua
Hacía años que no me sucedía: tener un espléndido día cualquiera
Era martes. Quizás miércoles. Las usuales veinticuatro horas de un día de semana, el tiempo en histérico equilibrio sobre la navaja tensa de la ansiedad. Salí temprano para ir al médico. Buenos Aires ya estaba a toda marcha, devorando hollín, malhumor y prisa vacua. En el hospital me atendieron rápido, me dijeron que todo estaba bien. Al salir, pasé por una verdulería y compré paltas. Caminé hasta el subte y en el vagón, casi vacío, leí un poema de Sharon Olds. Marqué estos versos: “mi viejo/ amor por él, como la caja torácica de un pájaro cantor totalmente/ pelada”. Al llegar a casa me hice un té. Acaricié a una gata. Respondí correos. Me cambié de ropa. Me puse este collar. Volví a salir. En la calle había una luz azul, pesada como una capa. Paré un taxi, le indiqué una dirección. Bajé poco después frente a un restaurante que funciona en un museo que, a su vez, funciona en una casa señorial. Había mesas en el patio, la gente conversaba rodeada de árboles añosos. La persona con la que iba a encontrarme estaba en el vano de una puerta, bajo un rayo de sol, con una taza en la mano. Me acerqué. Me dijo que estaba mirando el ombú que ella misma había plantado años atrás, cuando ese restaurante era suyo. Pensé: “Cuántas cosas pueden hacerse en un día”. Era un pensamiento estúpido, pero llegó con la dureza saludable y definitiva de un limón. Recordé, con regocijo, ese verso de Dylan Thomas: “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque/ aún no ha tocado el suelo”. Nos sentamos, nos reímos. En un momento, recordé el olor a madera de la mesa donde mi madre amasaba todos los domingos, y lo olvidé de inmediato. Sentí una completa ausencia de melancolía. Regresé a casa, tomé apuntes para escribir una columna. Preparé la cena. Hacía años que no me sucedía: tener un espléndido día cualquiera. Al fin, me dije, una tregua. Pero tregua al fin.
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