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Columna
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La segunda independencia

No suele suceder que quien tiene el poder, los militares, se lo entreguen a quienes ahora no lo tienen, los civiles democráticamente organizados

Lluís Bassets
Ciudadanos argelinos celebran la dimisión del presidente Buteflika en Argel, el pasado 2 de abril.
Ciudadanos argelinos celebran la dimisión del presidente Buteflika en Argel, el pasado 2 de abril. Anis Belghoul (AP)

Si hay una regla de hierro del poder en la Argelia independiente es que el jefe del Estado es un militar o alguien nombrado por los militares. Jamás ha existido algo parecido a un poder civil argelino. Tiene toda la lógica que haya sido un militar, el jefe del Estado Mayor Ahmed Gaid Salah, quien le ha señalado la puerta de salida a Abdelaziz Buteflika ahora, cuando hace 20 años fueron los militares los que le ofrecieron la puerta de entrada, con unas elecciones perfectamente amañadas Buteflika y su entorno familiar se han resistido como gato panza arriba a las crecientes muestras de descontento de los argelinos ante la prolongación fraudulenta de su presidencia. Hay que recordar que el incendio empezó con el anuncio de su quinta candidatura, mientras se hallaba hospitalizado en Ginebra, después de seis años de una vergonzosa incapacidad para ejercer la máxima magistratura argelina y de haberse presentado y ganado las elecciones por cuarta vez en 2014 sin ni siquiera pronunciar un discurso.

Desde el 10 de febrero, cuando empezó todo, el clan de los Buteflika no ha hecho más que retroceder. Primero renunció al quinto mandato. Luego intentó prolongar el cuarto mandato para organizar desde la presidencia un proceso constituyente y una nueva elección a la que no se iba a presentar al enfermo. Más tarde, llegó la eventual incapacitación presidencial, que podía llevar más de tres meses de procedimiento sin garantías de que el entorno presidencial no siguiera controlando el poder desde la sombra. Ninguna de las concesiones consiguió frenar el crecimiento de la protesta.

Las dos últimas jugadas han sido el anuncio de una dimisión antes del día 28, fecha en la que vence el mandato presidencial, e inmediatamente la carta de dimisión efectiva y sin más dilaciones, el pasado martes, cumpliendo las órdenes del general Gaid Salah. Hasta el último momento el presidente destituido ha intentado salvar la cara y ofrecer la apariencia de que tiene todo bajo control e incluso lo ha subrayado en su inverosímil carta de dimisión.

La realidad es que el clan de Buteflika ha sido desalojado del poder y lo ha sido por la presión pacífica de los argelinos movilizados en una medida desconocida desde los tiempos de la independencia. Pero quien ha dado la orden ha sido Gaid Salah, acompañada de una declaración elocuente: “Apoyaremos al pueblo hasta que sus reivindicaciones sean satisfechas entera y totalmente”.

Los militares tienen ante sí dos opciones: controlar la sucesión, como han venido haciendo hasta ahora, o atender a la demanda popular de terminar de una vez con el régimen y actuar como organizadores neutrales de una transición democrática con un proceso constituyente abierto y libre. No suele suceder que quien tiene el poder se lo entregue a quienes ahora no lo tienen, los civiles democráticamente organizados. Sería una nueva revolución y una nueva declaración de independencia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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