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Columna
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La sabuesa

El olfato es tal vez el sentido más enigmático

Javier Sampedro

¿Has reflexionado sobre el olfato? Yo sí, porque lo tengo tan deficiente que no puedo evitar interesarme sobre las maravillas que me cuenta el resto de la gente. Tomemos la fiebre de Malta (brucelosis, en la jerga), una enfermedad bacteriana de gran tradición en los países mediterráneos. Te deja un mes hecho polvo, y eso con suerte, porque hay quien palma. La pueden adquirir los animales de granja más comunes y, por tanto, también quienes se comen o se beben sus productos lácteos. Hoy se previene con pasteurización, higiene y vacunación animal, pero mis amigos de pueblo todavía la sufrían en los años setenta, antes de que esas prácticas preventivas se impusieran en las granjas. Los médicos de Madrid no solían diagnosticar bien la enfermedad. Sus colegas del campo, sin embargo, utilizaban un sistema muy fiable: oler la habitación del paciente. Metían ahí la nariz y decían: “Fiebre de Malta”.

El olfato es tal vez el sentido más enigmático. No forma geometrías, como hace la vista, ni pautas armónicas como hace el oído. Pese a ello, el olor de un portal del casco viejo, tal vez infiltrado en su misma piedra por un siglo de sopas de ajo, te puede transportar a la infancia en una fracción de segundo, te puede aterrar si sus brisas fugaces evocan en tu córtex cerebral un episodio odioso de tu vida, un engranaje que no encaja en tu memoria narrativa.

Dada mi ineptitud para el olor, acabo de organizar un chat con tres hermanas de gran talento olfativo y origen pueblerino. Me han hablado de sinestesia: “El coche de mi tío Sebastián olía a mareo”; también de otros vehículos que huelen a nuevo, y de si se devalúan cuando dejan de hacerlo. De la fruta que huele a madura a cinco metros, del guiso que huele a que se te ha olvidado echarle la sal, del olor que presagia la lluvia, del aroma inconfundible del otoño y de otras cosas de una índole menos reproducible. A mí todo eso me suena a ciencia ficción, porque yo distingo si huele bien o mal, más o menos, pero todas esas troncas que te adivinan la marca de colonia, o la falta de ella, me parecen inteligencias alienígenas. Solo que existen entre nosotros.

Imagina mi sorpresa cuando he sabido que hay una mujer que huele el párkinson. Literalmente. Se llama Joy Milne, es una enfermera retirada de Perth, Escocia, y he conocido su historia en The Economist. Su sentido del olfato es superdotado, casi en la frontera de lo sobrehumano. En 1974 percibió en su casa un olor como a almizcle que nunca antes había conocido. Su marido fue diagnosticado de párkinson 12 años después. Un día, Joy Milne acompañó a su marido a una sesión de un grupo de apoyo para pacientes de esa enfermedad neurodegenerativa, y comprobó con infinito estupor que todos ellos emitían el mismo inconfundible olor almizcleño que su marido. A partir de esa percepción que solo ella podría haber tenido, la señora Milne logró interesar a la científica Perdita Barran, de la Universidad de Michigan.

Los resultados, publicados en ACS Central Science, son asombrosos. Confirman que la señora Milne no solo puede oler el párkinson, sino también predecirlo. El único fallo que cometió en una prueba a ciegas —diagnosticó párkinson a una persona control— resultó no ser un fallo en absoluto, sino un diagnóstico precoz: al hombre se le diagnosticó el párkinson ocho meses después.

Y yo perdiéndome todo esto.

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