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Columna
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La llave

Hay gestos que delatan una ligazón entre objetos y sentimientos

Julio Llamazares
Riaño en 1986 en vísperas de su destrucción.
Riaño en 1986 en vísperas de su destrucción.Bernardo Pérez

Hace 32 años, un joven guardia civil que participaba en el operativo enviado por el Gobierno para desalojar los pueblos de Riaño y proteger la labor de las máquinas encargadas de su demolición recibió un objeto del párroco que acababa de comprobar que la iglesia había quedado vacía y se alejaba del lugar antes de que una explosión la redujera a escombros: la llave que durante siglos cerró la puerta del edificio que presidió los momentos más importantes de la vida de los riañeses. Aquel joven guardia civil, al que la desesperación de aquellas personas le quedó grabada para siempre (Los guardias somos humanos), acaba de regresar, según una noticia de la prensa leonesa, a Riaño para devolverle la llave de la iglesia a sus legítimos propietarios. Si tardó tanto tiempo en hacerlo, dijo, es porque no estaba seguro de la respuesta que recibiría por parte de estos.

Para su satisfacción, aquellos riañeses supervivientes de un drama que conmovió a España entera al final de la década de los años ochenta, hoy realojados junto a sus descendientes en un pueblo nuevo al lado del gran embalse que cubrió el valle y la media docena de aldeas asentadas en él desde hacía siglos, le recibieron con agradecimiento, olvidados, si no los hechos, tan dolorosos, sí las heridas que les causó el trato de un Gobierno del que no esperaban un comportamiento así. Dejada ya atrás la dictadura, nadie pensaba que los pantanos volvieran a ejecutarse como en los tiempos de aquella y menos por un Gobierno socialista. Las imágenes de la entrega de la llave, que el guardia conservó todo este tiempo, en la iglesia del Riaño nuevo muestran la hospitalidad de los riañeses para quien en aquellos traumáticos días fue su enemigo y su emoción al recuperar un objeto con un enorme valor simbólico para ellos.

Como para los judíos españoles, que tras su expulsión guardaron mucho tiempo las llaves de sus casas pensando en regresar, para los desalojados por los embalses las de las suyas tienen un valor simbólico que va mucho más allá del valor real, que es pequeño. Uno las tiene vistas en muchos de sus domicilios nuevos colgadas en un lugar preferente o guardadas en cajones como si se tratara de verdaderas joyas pese a su manifiesta inutilidad, puesto que las cerraduras que abrían ya no existen. Incluso sabe de algunas personas que en su testamento dejan dispuesto que las arrojen con sus cenizas al agua que sepulta el lugar en el que vivieron. Más allá de su romanticismo, ese gesto delata una ligazón entre los objetos y los sentimientos de las personas que algunos no alcanzarán a entender pero que otros, como el guardia civil de la historia, comprenden y respetan hasta el punto de guardar una llave durante 30 años y de hacer un viaje de casi mil kilómetros para devolverla aun a riesgo de no ser bien recibido.

Sé que estos gestos no son noticia a escala nacional y, si lo son, solo como pintorescos, pero mejor nos iría a todos si los medios de comunicación se ocuparan más de ellos y menos de la refriega política, tan agotadora. Y mejor nos iría a los españoles si, como el guardia civil que devolvió la llave a los riañeses, quienes les enviaron a él y a sus compañeros a desalojar por la fuerza a unos campesinos de sus aldeas y de sus casas tuvieran con ellos un gesto de reconocimiento. Si Rajoy lo tuvo con los judíos al pedirles perdón en nombre de todos los españoles por su expulsión después de 500 años, Felipe González debería tenerlo también con unos compatriotas después de 30.

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