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Tribuna
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La estupidez colectiva

El gran problema de las actuales sociedades democráticas es conseguir que la sociedad en su conjunto sea más inteligente que el individuo para evitar entrar en una dinámica donde el conjunto sea más torpe

EULOGIA MERLE

Los desastres políticos deben atribuirse a la incompetencia y no tanto a la mala voluntad. Nuestros fracasos colectivos se explican mejor por un déficit de conocimiento que de moral. Una cosa no excluye a la otra, pero entendemos mejor los fracasos colectivos si examinamos nuestra cadena de errores que si los explicamos como el resultado de una voluntad expresa de producir esa situación. No estamos en tiempos de planificación o conspiración sino de chapuza.

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Si pensamos cómo se producen las crisis, qué interacciones las han generado, comprobamos que resultan de la coincidencia fatal de decisiones irresponsables, omisiones y postergaciones, que se acumulan hasta llegar a un punto en el que detener o corregir una determinada dinámica parece imposible. Así puede entenderse el proceso que llevó a la crisis económica, cómo se causan los daños ecológicos, el Brexit e incluso nuestra crisis territorial. Las concatenaciones catastróficas (falta de anticipación, incapacidad de los reguladores, burbujas inmobiliarias, avidez de los consumidores) fueron mucho más relevantes que el comportamiento de singulares estafadores. Empeñarse en explicarlo todo señalando a unos pocos maldados nos impediría entender las turbulencias sistémicas. Por supuesto que tales turbulencias tienen su origen en determinadas acciones, pero estas acciones únicamente se convierten en avalanchas cuando ponen en marcha reacciones en cadena en un sistema financiero que no está diseñado para impedirlas. Este cambio de punto de vista es el que invocaba el Tesoro de EE UU tras el estallido de la crisis al afirmar que “los reguladores no tuvieron en cuenta la amenaza que las instituciones amplias, interconectadas y altamente apalancadas pueden causar en el sistema financiero”.

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Deberíamos dedicar menos energía a combatir a los enemigos externos y mas a nuestra propia irracionalidad

Otro ejemplo de estupidez colectiva se manifiesta en el abuso de los recursos compartidos. Una de las responsabilidades más habituales es desentenderse de los efectos que el propio consumo tiene en el entorno natural, al que consideramos como un tercero que asume el costo de nuestro modo de vida sin pasarnos ninguna factura, como si fuera una mera “externalidad”. Garett Hardin denominó “la tragedia de los comunes” a esa irresponsabilidad respecto de ciertos bienes o recursos que terminan siendo destruidos, lo que finalmente perjudica a todos. Actuamos como si fuera invisible el impacto que las decisiones propias tienen en el todo del que formamos parte (y que terminan por afectarnos). Así ocurre en un mundo en el que nuestra capacidad organizativa no está a la altura de la cantidad de cosas que compartimos y por eso somos con frecuencia incapaces de evitar los efectos catastróficos de nuestras irresponsabilidades agregadas. ¿Qué racionalidad es esta que sacrifica los intereses propios de largo plazo en el altar de las satisfacciones inmediatas?

En un plano más cercano tenemos el caso del conflicto de Cataluña, resultado de una fatal coincidencia de la pereza institucional para abordar sus causas de fondo, su instrumentalización interesada, el incremento de agravios y las exigencias imposibles hacia la otra parte. Muchos de los que lamentan haber llegado hasta aquí no fueron capaces de detener la escalada de ese peculiar juego del gallina y no parecieron entender que el otro no tenía más remedio que hacer lo que amenazaba con hacer. Haciendo la cronología de los hechos podríamos identificar diversos momentos en los que los acuerdos eran menos difíciles que ahora y nos habríamos ahorrado muchos de los daños posteriores.

Los procesos de entontecimiento colectivo son fascinantes para quienes nos dedicamos a estudiar la vida de las sociedades y los sistemas políticos, pero trágicos desde la perspectiva del sufrimiento personal que implican. ¿Qué está pasando en las sociedades democráticas que con demasiada frecuencia se encuentran en situaciones pésimas, que no benefician en el fondo a nadie y que los actores políticos habrían evitado su hubieran podido anticiparlas? Todo para terminar en un lío en el que no hacemos más que preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Por qué hay tantos encadenamientos fatales, círculos viciosos, crispación contagiosa, radicalizaciones mutuas y cadenas de errores? Qué difícil es conseguir juegos de suma positiva en los que todos ganen y con cuánta frecuencia terminamos en situaciones en las que todos pierden.

La incertidumbre que provoca la aceleración social nos hace sujetos que solo actúan racionalmente a corto plazo

Planteo una hipótesis para explicar este estado de cosas y en parte ofrecer una disculpa. La incertidumbre que provoca la aceleración social nos ha convertido en sujetos que solo actúan racionalmente en el corto plazo, que se constituye como el único horizonte de gratificación. Cualquier perspectiva de mayor alcance, una racionalidad estratégica o anticipatoria es muy difícil y preferimos gestionar lo más inmediato, con cálculos de utilidad para el presente, táctica y criterios de mera oportunidad. Ahora bien, este instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes, tanto a nivel personal como colectivo. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la “tiranía de las pequeñas decisiones” (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, la obesidad, la crispación política o un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar, su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.

Buena parte de las malas decisiones que están en el origen de los fracasos colectivos se deben a una mala agregación de decisiones, que no eran más que la mera adición de preferencias individuales a corto plazo. Puede que singularmente consideradas cada una de las decisiones que nos condujo al desastre no fuera especialmente irracional, pero sí lo es la suma de ellas. No hay inteligencia colectiva si las sociedades no aciertan a anticipar el resultado agregado de sus decisiones en una perspectiva de medio y largo plazo, es decir, a gobernar razonablemente su futuro. El futuro es una construcción que tiene que ser anticipada con cierta coherencia. Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiado cortos (electoralismo, racionalidad táctica, oportunismo), la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Cuando el horizonte temporal se estrecha y solo es tenido en cuenta el interés inmediato es muy difícil evitar que las cosas evolucionen catastróficamente.

Se dice que en una sociedad del conocimiento la sociedad en su conjunto puede ser más inteligente que cada uno de nosotros, pero también es cierto lo contrario: que todos juntos —la sociedad interdependiente, contagiosa— estemos siendo más torpes de lo que podemos serlo cada uno de nosotros personalmente. El gran problema de las actuales sociedades democráticas es conseguir lo primero y evitar lo segundo. En sociedades complejas, donde todo está densamente interconectado, deberíamos dedicar menos energía a combatir a los enemigos externos y más a nuestra propia irracionalidad.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador.

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