Carnegie Hall: el auténtico milagro de ladrillo
Una comunidad no ya irrepetible sino hoy impensable transitó por un edificio con 170 estudios. La película 'Green book' cuenta la historia de algunos de sus extravagantes inquilinos
Cuando el sida ya había sentenciado al ilustrador de moda Antonio López, el dibujante le pidió trabajo a uno de sus supuestos grandes amigos, Karl Lagerfeld. El alegre y talentoso López necesitaba dinero para los médicos y quería dibujar una última colección. Pero el diseñador de Chanel se negó y al final fue Óscar de la Renta quien apoyó aquel improbable proyecto final. La anécdota la recordaba entre lágrimas el célebre fotógrafo de The New York Times Bill Cunningham en el documental Antonio Lopez 1970: sex, fashion & disco. Vecinos durante años en los estudios del Carnegie Hall –oasis de la bohemia neoyorquina durante casi un siglo–, López y Cunningham formaron parte de una comunidad no ya irrepetible sino hoy impensable.
Gran parte de la culpa de aquella eclosión de amistad, fiesta y enorme creatividad la tuvo ese proyecto de ladrillo que albergó hasta 170 estudios diseñados por Henry Hardenburgh, el arquitecto del Hotel Plaza y el edificio Dakota, y que durante décadas fue un hogar para todo tipo de personajes fabulosos y artistas. La amable Green book, una de las películas triunfadoras de los últimos Globos de Oro y candidata a cinco Oscar, recupera a uno de los inquilinos de aquella comunidad, el pianista Don Shirley, interpretado aquí por Mahershali Ali. Al menos en dos secuencias, al principio y al final de la película, se recrea su glorioso espacio. Quizá solo en los Carnegie Studios se podía permitir que en los primeros años sesenta un músico afroamericano viviese como un marajá en un vecindario blanco. Shirley fue de los últimos en abandonar el edificio, en 2010 y con 83 años, tres antes de morir. La reconversión del lugar en un conservatorio cerraba una de las páginas más fascinantes de la vida de Nueva York. Una grúa bajó desde el piso 12 su piano Steinway, espectacular imagen que sellaba el fin de una era.
Solo en los Carnegie Studios se permitía que un músico afroamericano viviese como un marajá en un vecindario blanco
En lo que a mí respecta, le debo a Bill Cunningham conocer aquel refugio para figuras extravagantes. El fotógrafo, un personaje de la moda que supo huir del cinismo mercantil que lo impregna todo, vivió allí 60 años. Por sus imbricados pasillos se cruzó con Marilyn Monroe, Marlon Brando, Lee y Paula Strasberg, Bobby Short, Richard Avedon, Jeannie Campbell y su marido, Norman Mailer. Antes que ellos, por los estudios habían pasado desde Mark Twain a Isadora Duncan. En el documental Bill Cunningham Nueva York, el edificio y sus supervivientes surgían como un sorprendente protagonista secreto. Además, se acaba de estrenar otra película basada en una larga entrevista realizada con él en el Carnegie en 1994. En las memorias póstumas (y hasta hace unos meses secretas) del fotógrafo, Fashion climbing (Penguin Press), los estudios reviven con sus altísimos techos y gigantescos ventanales.
Cunningham jamás tuvo un baño propio pero llegó a reunir más de 100 plantas de gran tamaño. Una jungla en pleno asfalto que primero funcionó como casa-taller para sus sombreros (su primera y fallida vocación) y más tarde como archivo para sus incontables fotografías de moda callejera. Entre el vecindario había personajes de todo tipo pero él se detiene en Lila Tiffany, conocida en el barrio porque tocaba el acordeón cada día frente a la puerta del teatro cubierta, si hacía falta, por hasta cuatro abrigos de piel y sentada sobre una caja de huevos. “Ella era uno de esos excéntricos y maravillosos tesoros que hacían de Nueva York el mejor lugar del mundo”, escribe Cunningham, testigo privilegiado de –esta vez sí– un milagro de ladrillo.
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