Copernicana
Llega la hora de quitarnos la máscara antisocial, extremadamente consumista
Tratar con gente te puede llevar a perder la confianza en el género humano o, por el contrario, ayudarte a recuperar antiguas esperanzas. Hay que bajar a la calle, charlar con el frutero, asistir a las reuniones de comunidad, manifestarse, coger el autobús y pegar la oreja a conversaciones ajenas, pedir hora en el ambulatorio, acudir a las tutorías a las que te convoquen en el instituto. Salir del interior líquido de las pantallas y de las baldosas pintadas en las que el deshollinador, Mary Poppins y dibujos de animales bailarines nos aprisionan. Llega la hora de quitarnos la máscara antisocial, extremadamente consumista, del hikikomori —gastan muchísima luz y teléfono—, para recuperar hábitos de sociabilidad mediterránea. Nos acompaña el clima. Podemos relacionarnos en carne mortal para dejar de decir chorradas de oídas. Escribo esto porque llevo años despotricando contra una juventud empanada. Me situaba en la Arcadia perfecta de mi propia juventud —menudo sitio— donde la juventud misma avala las perfecciones. En los ochenta, después de la muerte del dictador y el rescate de ciertas libertades, empezaron a verse los colmillos de ese liberalismo económico capitaneado por Reagan y Thatcher. Me recuerdo crítica con el statu quo. Me manifestaba contra la OTAN y participaba en las marchas a Torrejón. El compromiso de mis progenitores había sido más épico que el mío, y el mío era más épico que el de los descendientes de mis amistades. En el haber hemos logrado algunas cosas y en el debe se acumulan oportunidades perdidas. La juventud actual lo tiene difícil porque han naturalizado mantras neoliberales como el emprendimiento, teoría del goteo económico, movilidad, espejismo de la igualdad de oportunidades, descrédito de la cultura, pensamiento positivo o el mito machista del genio internáutico —previsto en el algoritmo—. Es complicado despegarse de ese piso de brea. En un mundo donde se practica el lanzamiento de palabra como tiro de caca, entre el extremo adaptativo de la resiliencia y el incómodo lugar de la intrepidez transformadora, la juventud combativa es valiente.
Toda esta batallita viene a cuento porque hace poco traté con personas que me hicieron recuperar la confianza en el género humano. El milagrito se produjo en el instituto público Nicolás Copérnico de Parla, al que fui invitada por docentes —David, Esmeralda, Marijose, Pedro, Patricia…— que me dieron la oportunidad de conversar con su alumnado. Me escucharon atentos sin pitidos de móviles. Me formularon preguntas difíciles. Hablamos de poesía, artículos de Barbijaputa, mordazas, humor, raperos, mujeres, canon, sexo recreativo y vínculos fuertes, compromiso y publicidad. De los versos satíricos de Dorothy Parker. Una niña me preguntó por las mejores edades de la vida como si yo hubiese pasado por todas —no comment—, y otra, risueñísima, exclamó: “Pues a mí me da pereza todo lo que me queda por vivir”. Me regalaron una rosa eterna. No sé si mi optimismo me estará reblandeciendo las meninges, pero me prometí no desaprovechar ocasión para reivindicar la enseñanza pública y mejorar las condiciones laborales de profesores y profesoras que se merecen un monumento o, mejor, un sueldo monumental, que los prestigie en una economía de mercado por realizar un trabajo importantísimo. En el Copérnico habían leído estas columnas con preocupación léxica: cualquiera de ellas puede ser seleccionada para el comentario del examen de la EvAU. Quizá la asimilación de estos palabros desemboque en un sobresaliente. Yo solo espero que no se acuerden de mí como esa señora que, con su verborrea, tuvo la culpa de su fracaso escolar.
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