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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

'Crimigración'

País tras país, el populismo criminaliza las migraciones e intoxica a los ciudadanos de buena fe

Para Donald Trump, los migrantes de la caravana centroamericana representan una amenaza nacional.
Para Donald Trump, los migrantes de la caravana centroamericana representan una amenaza nacional.Luis Villalobos. (EFE)

Para los hundidos, muerte y olvido. Para los salvados, el castigo de haber sobrevivido. Esa es la perspectiva que espera a miles y miles de migrantes. El concepto de ‘crimigración’, acuñado por la jurista norteamericana Juliet Stumpf, describe una preocupante convergencia de las leyes de inmigración y las leyes penales en una nueva teoría unificadora. Aquellos que no cumplen con el contrato social entre el gobierno y su pueblo, verán restringidos sus derechos proporcionando una justificación a los gobernantes para apartarlos socialmente a través de leyes de exclusión. Se trata de un proceso de estigmatización de las personas migrantes y de supresión de derechos de ciudadanía (desde votar o permanecer en un país hasta la condena moral e incluso penal en determinados ordenamientos nacionales). Stumpf describe una distopía en la que, de la fusión de leyes penales y migratorias, surgiría una clara división entre incluidos y parias sociales; una sociedad cada vez más estratificada en la que los infra-miembros son expulsados de la comunidad por medio de fronteras, muros, normas y condena pública.

La "crimigración" se refleja no sólo en el espíritu de las leyes y ordenamientos, sino en su procedimiento y aplicación. Se refuerza por la deriva nacionalista y xenófoba de los nuevos populismos y redora los blasones de una soberanía estatal erosionada. El enemigo exterior (los que están por llegar) y la quinta columna interior (los que trabajan y se integran en nuestras sociedades) se funden ante la necesidad de proteger un territorio y defender unas fronteras cada vez más intangibles. Este concepto nació en el ámbito académico norteamericano, pero ha encontrado un terreno fértil en la política mundial: Donald Trump y su Muro, emulado por Bolsonaro, Orbán, Salvini, Le Pen, Abascal y tantos otros.

Los nuevos mecanismos híbridos de control migratorio y de lucha contra el crimen organizado contribuyen también al desarrollo de nuevas formas de castigo a nivel europeo y nacional. La vigilancia y control de fronteras, con toda su parafernalia de muros, vallas y concertinas, alimenta los miedos a la amenaza exterior. No existe otra narrativa que la de la Europa Fortaleza.

Un reciente informe del Parlamento Europeo sobre la Directiva de Facilitación hace balance de la criminalización de la asistencia humanitaria a migrantes irregulares desde el año 2016. Se emplea el concepto de "vigilancia humanitaria" para describir no sólo casos de enjuiciamiento penal, sino también dinámicas más amplias de sospecha, intimidación, hostigamiento y sanción. Esta vigilancia afectaría negativamente los derechos de los ciudadanos de la UE, como la libertad de reunión, la libertad de expresión y la libertad de conciencia. El objetivo sería silenciar las voces que piden una política distinta incluso desde ámbitos económicos y empresariales. Del mismo modo, las políticas de seguridad que combaten el tráfico de migrantes pueden ser objeto de abuso y dar lugar a graves violaciones de los valores fundamentales de la UE. El mensaje para los actores humanitarios y la sociedad en general es que la interacción con los migrantes irregulares puede constituir un delito penal. Así se propaga el miedo y se alimentan los fuegos que acabarán consumiendo a la propia democracia.

La investigadora Katja Aas, de la Universidad de Oslo, observa una profunda incompatibilidad entre el discurso de la solidaridad y los derechos humanos como parte esencial de la identidad europea y la política migratoria. Aas se centra en la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (Frontex) para poner en evidencia esta paradoja a nivel político y operativo. Los derechos humanos e ideales humanitarios inundan su comunicación corporativa, su discurso y su formación interna, pero tras un análisis minucioso, podemos preguntarnos si no será una cortina de humo para esconder una práctica represiva. El lenguaje securitario de Frontex parece dirigirse tan sólo a la protección de la ciudadanía europea. Los migrantes como categoría distinta no merecen la misma protección, ni consideración práctica, ni siquiera estadística: no hay por ejemplo ninguna recopilación de datos de muertes. Son una pieza más en el conjunto del universo criminal. Se les invisibiliza voluntariamente. Si no hay datos, si no se cuentan, no existen. En esta línea, Frontex sigue siendo el brazo ejecutor de los retornos forzados y se perfila como futura Guardia Europea de Fronteras y Costas, con un presupuesto desorbitado y unas capacidades operativas sin precedentes.

La vigilancia transnacional, no ya limitada a la de las fronteras nacionales, parece haber edificado un nuevo muro: el que separa a los ciudadanos de buena fe, de los nuevos “crimigrantes”, una población excluida que vaga por el planeta ilegítimamente.

En España, esta concepción de la “crimigración” se hace perceptible en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) o en el decreto de expulsión de la sanidad pública gratuita pero sobre todo, en los programas y campañas políticas que asocian inmigración-inseguridad- terrorismo y delincuencia. Además de cuestionarnos la legitimidad del uso del ordenamiento penal para controlar la inmigración o en su otra acepción, la del uso de las políticas migratorias para controlar la delincuencia, deberíamos ser conscientes de las terribles implicaciones de mezclar intencionadamente en el subconsciente colectivo dos áreas completamente diferenciadas. La distopía de la Crimigración se hace cada vez más real y cuando los no-ciudadanos son etiquetados de criminales, su expulsión de la comunidad se percibe como algo natural. Así se alimenta la xenofobia, se entumece la empatía y poco a poco vamos matando la humanidad.

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