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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Orbán ha perdido una batalla, pero los suyos están ganando la guerra

El Partido Popular español se alinea en el Parlamento Europeo con una coalición de 'bullys' xenófobos

Gonzalo Fanjul
"Are you talking to me?".
"Are you talking to me?".BERNADETT SZABO (REUTERS)

Para alguien como Carlos Iturgáiz, que ha dedicado tanto esfuerzo político y personal a combatir el nacionalismo criminal en el País Vasco, su defensa del nacionalismo criminal en Hungría resulta llamativa. Sin embargo, esto es exactamente lo que hizo el pasado 12 de septiembre en el Parlamento Europeo, cuando votó junto con sus compañeros Gabriel Mato y Pilar Ayuso contra las sanciones al régimen crecientemente autoritario de Viktor Orbán. El resto del Partido Popular español se limitó a abstenerse o a esconderse en el baño para no votar, alineándose de facto con una hinchada del líder húngaro que incluye a Marine Le Pen, Nigel Farage y sus respectivos grupos parlamentarios.

Cierto que el régimen de Orbán no es ETA, pero uno podría argumentar que su caso es incluso más preocupante, porque se trata de un gobierno que pone la maquinaria del Estado al servicio de un propósito criminal. Si los terroristas vascos defendían a tiros sus esencias étnicas, la peculiar interpretación que hace Orbán de la identidad húngara le ha llevado a crujir la libertad de prensa, amenazar la independencia judicial o criminalizar a quienes ayuden a los inmigrantes. Todo ello en medio de graves denuncias de malversación de fondos europeos y una guerra abierta contra el empresario George Soros cuyo tufo antisemita recuerda tiempos muy oscuros de la Hungría de mediados del siglo pasado.

Y algo más: el obstruccionismo militante de Hungría y el Grupo de Visegrado durante la crisis de refugiados constituye una de las razones principales del fracaso histórico de la respuesta de la Unión Europea. Un fracaso político y moral con el que cargaremos durante décadas y que se ha traducido en el sufrimiento o la muerte de miles de seres humanos. Y en esto el parecido con ETA sí es innegable.

Pueden leer aquí el informe elaborado por la eurodiputada holandesa Judith Sargentini sobre el caso. Solo una relación de acusaciones de este calibre podría haber desencadenado la votación del pasado día 12, considerada un “botón nuclear” de los tratados europeos que puede conllevar la expulsión de un Estado miembro y que no había sido utilizado hasta ahora. Esta es la gravedad del asunto.

Pero la cuestión va mucho más allá de Orbán y de su país. El hecho de que un grupo político tradicional de centro derecha como el Partido Popular haya acabado alineándose con un bully xenófobo como el líder húngaro demuestra hasta qué punto el movimiento antinmigración está ganando la batalla en Europa. Los ideólogos de la ultraderecha no necesitan controlar gobiernos y parlamentos –aunque ya lo estén haciendo en 19 países de la UE­–; les basta con empujar a otros a acobardarse y hacerles el trabajo sucio.

El líder de los eurodiputados populares españoles, Esteban González Pons, no ha considerado necesario explicar públicamente este asunto. Tampoco Carlos Iturgáiz, que paradójicamente es responsable de los temas de cooperación internacional dentro del PP y ha convertido lo de la mano derecha e izquierda en un principio político. A ambos les vendría al pelo leer el interesantísimo ensayo sobre el liberalismo publicado esta semana por The Economist con motivo de su 175 aniversario. Sus autores incluyen el gobierno de la movilidad humana entre los cuatro grandes desafíos del liberalismo de nuestro tiempo, junto con la fiscalidad, el bienestar y la educación. Y reconocen que lo correcto en este caso no es lo más popular: “Una actitud positiva hacia la inmigración coloca a los liberales en una posición complicada frente a muchos de sus conciudadanos (…), más que ninguna otra de sus creencias. El conflicto ha empeorado por el hecho de que la izquierda de hoy (…) se ha movido claramente hacia un énfasis en la identidad de grupo –ya sea en base a la raza, el género o la preferencia sexual– frente a la identidad cívica”.

La identidad cívica. Los derechos fundamentales del individuo por el hecho mismo de serlo, no por su pasaporte. Y el inevitable –pero no insorteable– conflicto con la soberanía de un territorio y el sostenimiento de un estado de bienestar. En la gestión de ese equilibrio complicado está la clave de la gobernabilidad de las migraciones en el siglo XXI. Y a lo que debería estar dedicando alguna neurona el PP en vez de chamuscarlas en apoyo de matones de traje y corbata.

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