Sabor a ajo
Basta con una pizca de franquismo para que una derecha que trata de ser moderada, moderna y europea adquiera el sabor de un caldo revenido, absolutamente rancio


En mi caso, cuando leo el programa de la derecha radical, de pronto en el cerebro se me ilumina una placa de la memoria y en ella me veo en el Seat 600 por una carretera de adoquines llena de baches, con un cigarrillo Bisonte en los labios, mientras en la radio suena el baión de la película Anna, ya viene el negro zumbón bailando alegre el baión. Las soflamas de la derecha radical me llevan a un pasado siniestro en que el sexo amasado con la culpa había que remediarlo en la última fila de unos cines que olían a sudor chotuno mezclado con pachulí. Y aun hoy me veo arrodillado ante un confesor cuyo aliento dulzón hedía a tabaco de picadura, que me sobaba para extraerme los pecados de la carne. ¿A quién votará, si vive todavía, aquella niña pecadora de la falda plisada? La mayoría de los jóvenes de entonces, rebeldes o no, atendíamos muy a gusto las exigencias de las propias hormonas sin ser del todo conscientes de la degradación política y moral que suponía vivir bajo una dictadura. El ideario de la extrema derecha remueve en su inconsciente la nostalgia de unos ciudadanos entrados en edad que, pese a todo, puede que fueran felices en un tiempo en que las consignas patrióticas te llevaban por el imperio hacia Dios y luego tenías que bajar al urinario público donde había anuncios contra la blenorragia. La derecha radical enmascara aquel pasado casposo con frases heroicas pronunciadas desde la montura de un caballo jerezano, y mientras a los viejos los recula a la España del nodo, a los jóvenes los mete en una película hortera de Rambo. En cualquier guiso, un solo diente de ajo es suficiente para que todo sepa a ajo. Sucede lo mismo cuando se usa el franquismo como condimento político. Basta con una pizca para que una derecha que trata de ser moderada, moderna y europea adquiera el sabor de un caldo revenido, absolutamente rancio.
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