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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barrio rico, barrio pobre

La concentración de la riqueza es cada vez más inequitativa mientras la brecha de la desigualdad se agranda en medido de la resignación

Rosario G. Gómez
Raquel Marín

La desigualdad en España va por barrios. Entre los que disfrutan de un alto nivel adquisitivo y gozan de mejores servicios y los que se las ingenian para llegar a fin de mes la distancia es sideral. De 100.000 euros, según los datos que acaba de hacer públicos la Agencia Tributaria conforme a la renta declarada en 2016. La Moraleja, en Madrid, está en la cima de los barrios adinerados, con una renta media disponible anual de 113.642 euros. En sus urbanizaciones de lujo se dispara la tasa de opulentos chalets —residencia de cantantes, actores, financieros y futbolistas de élite— que superan con facilidad los cinco millones de euros. En el otro extremo se sitúa el barrio de Carrús-Plaza de Barcelona, en la localidad alicantina de Elche, que en la estadística de la agencia dependiente del Ministerio de Hacienda ocupa el último puesto, con 13.286 euros, y donde hay pisos en venta por 35.000 euros. 

La profunda crisis económica que ha azotado la economía desde 2008 ha ampliado la brecha entre ricos y pobres. La globalización no ha sido la panacea. En el camino ha ido dejando ganadores (una minoría selecta) y perdedores (un amplio abanico de clases medias). Una asimetría que el multimillonario Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo, vio así: “Mientras las clases medias y bajas luchan por nosotros en Afganistán, mientras la mayoría de los estadounidenses pelean por ganarse la vida, nosotros los megarricos continuamos teniendo exenciones fiscales extraordinarias”. Esta es la enorme trampa del sistema. Mientras Buffett pagaba el 17,4% en impuestos, los 20 empleados de su oficina aportaban una media del 36%.

En todo el mundo, la concentración de la riqueza es cada vez más inequitativa. Los poderosos nunca se sacian y los más débiles ven aumentar las dificultades para escalar social y económicamente. La brecha de la desigualdad se agranda en medio de la resignación. Porque siempre habrá alguien que estará peor. Los trabajadores fijos (incluso si son mileuristas) son vistos con envidia por quienes no alcanzan el salario mínimo interprofesional, una posición que ambicionan los contratados a tiempo parcial, que a su vez navegan en una inseguridad laboral que ya desearían los parados. Así es la nueva era de las expectativas menguantes.

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