¿Más fuego y sangre el próximo año?
Cualquiera que sea la opción elegida, los ruidos marciales que se acercan son terroríficos para Oriente Próximo
Para Amos Oz, hombre de paz, in memoriam
La reciente retirada por sorpresa del Ejército norteamericano del territorio sirio, y la dimisión de altos responsables militares del Gobierno de Trump en desacuerdo con esta medida, pueden anunciar una intervención militar israelí, de la que los ataques utilizando aviones civiles y misiles contra Siria son tan solo el preámbulo. Israel consideraba la presencia militar norteamericana una garantía contra la extensión de la influencia iraní en Oriente Próximo. Por eso, para Tel Aviv, la decisión de Trump podría constituir un revés por dejar más espacio a las tropas iraníes; sin embargo, también puede interpretarse como una autorización tácita (quizás, pactada en secreto) para desatar una guerra total contra Irán, primero bombardeando el territorio sirio, y después ampliando el conflicto a Irán, objetivo estratégico israelí expresado varias veces estos últimos años.
Es una carrera que Benjamín Netanyahu, acorralado por graves acusaciones de corrupción que próximamente se dirimirán en los tribunales, podría emprender, no se sabe si antes o después de las elecciones legislativas que acaba de adelantar para el mes de marzo.
El panorama resultante es previsible: Israel, al atacar a Siria, provocará inevitablemente una reacción rusa y, si bombardea territorio iraní, una respuesta en cadena de Teherán sobre el propio territorio israelí, sin hablar de que el Hezbolá libanés entrará mecánicamente en la contienda, abriendo otro frente con Israel. En todo caso, sería una apuesta muy peligrosa, que nadie podría controlar, sobre todo porque Irán detenta una profundidad estratégica militar difícil de aniquilar y una capacidad de resistencia humana superior a la del Estado israelí.
Resta por saber el juego de EE UU. Israel, tal y como en todas sus guerras en la región, y en caso de conflicto peligroso, sabe que Washington acabará interviniendo a su lado, bien para sortear los peligros, bien para asegurarle una victoria temporal. Es esta, desde luego, una interpretación posible de la retirada norteamericana de Siria; no obstante, el hecho de que Trump esté al mismo tiempo proyectando una posible reducción de las tropas asentadas en Irak —en su visita del pasado miércoles afirmó que Estados Unidos debe dejar de ser “el policía del mundo”— no va en el sentido de fortalecer un compromiso exterior. Para él, desde los resultados nefastos de las elecciones de midterm, su objetivo es concentrarse en el ámbito interno. Cualquiera que sea la opción elegida, los ruidos marciales que se acercan son terroríficos para Oriente Próximo.
Y en lo que concierne a las relaciones entre Rusia y Estados Unidos, el horizonte tampoco es alentador: el rechazo por parte del mandatario norteamericano de actualizar los acuerdos sobre el desarme nuclear, pese a las demandas reiteradas de Rusia, generó hace unos días un augurio siniestro por parte de Vladímir Putin, advirtiendo de una posible guerra nuclear. Desde la crisis de los misiles de Cuba en 1962, ningún alto responsable de los dos países se atrevió a hablar así. Oriente Próximo puede ser el punto de arranque de un 2019 de fuego y sangre.
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