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Columna
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España

Algo hemos debido de hacer tremendamente mal para que ese sentimiento común no acabe de fraguar en un proyecto colectivo unitario

Fernando Vallespín
Hemiciclo del Congreso de los Diputados durante el acto de conmemoración de la Constitución Española.
Hemiciclo del Congreso de los Diputados durante el acto de conmemoración de la Constitución Española.Zipi (EFE)

Cuando hace unos días Aznar afirmó que Cataluña era una Comunidad Autónoma fallida se equivocaba. La nación fallida es España. Sí, si no lo fuera no tendríamos el problema que tenemos al otro lado del Ebro. O, ya con menor intensidad, en Euskadi. Lo que Aznar y los suyos son incapaces de ver es que una nación no es una entidad metafísica construida de forma apriorística. En esto nada les distingue de los así llamados nacionalismos periféricos. Todos ellos parten del presupuesto de que si los datos empíricos se apartan del ideal, pues peor para la realidad. A esta habría que introducirla así en una especie de lecho de Procusto para que se conformara a aquel.

Esto es precisamente lo que quiso evitar la Constitución, que tomó buena nota de nuestra gran diversidad, aunque dejó el diseño final a la propia evolución socio-política. El resultado fue que la España de hoy es un extraño constructo, erigido más a través de sentencias del Tribunal Constitucional y de iniciativas políticas aleatorias y coyunturales que de un proyecto auténticamente racional. No es un sistema federal, pero tampoco deja de serlo. Es un ornitorrinco.

Lo malo no es solo el diseño constitucional, que, salvado el caso catalán, más o menos funciona; lo peor es lo que ocurre con el propio simbolismo de la nación. Somos el único país en el que la propia bandera nacional no es vista como algo común, sino como el símbolo de una determinada opción política. Y esto es así porque la derecha se aprovechó políticamente de ella. El consenso inicial en torno a la bandera constitucional se rompió, ¡qué casualidad!, precisamente a partir de segunda legislatura de Aznar. Y ahora ya no hay quien meta al genio en la botella. Menos todavía después de asistir a la retórica del nuevo tridente en la campaña andaluza, que anticipa lo que nos espera a lo largo de todo el próximo ciclo electoral.

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Tengo para mí que el uso partidista de los símbolos comunes es la actitud contraria de lo que debería ser un patriotismo bien entendido. El auténtico patriota es el que no excluye de la nación a quienes no tienen la misma concepción del ser nacional ni utilizan esta como arma en la confrontación política. Como si hubiera una forma buena y otra mala de ser español. ¿Que esto es lo que hacen los independentistas, señalar a quienes no comparten su visión del sol poble? Pues razón de más para no caer en esta espiral.

Las identidades no se eligen, las vamos construyendo de formas muy complejas. Desde luego, no mediante el Diktat de una determinada fuerza política. Pero basta con que se nos traten de imponer para que nos revolvamos en su contra. Por la larga serie de preguntas del CIS sobre identidades nacionales en España, la inmensa mayoría —también en las Comunidades históricas— se sienten españoles de una u otra forma. Algo hemos debido de hacer tremendamente mal para que ese sentimiento común no acabe de fraguar en un proyecto colectivo unitario, por muy laxo que este sea. Quizá es que no hemos aprendido nada de nuestra historia. Nada.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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