Concierto de año nuevo
La música no solo es un arte, sino también un enigma de la neurociencia. Hay algo especial acerca de ella
¿Para qué sirve la música? Para nada, respondería mucha gente, haciendo así patente su desprecio a la mera idea de la utilidad del arte. Pero la música es distinta de otras artes por su capacidad para golpear nuestro cerebro emocional sin mediación racional alguna, como una inyección de dopamina en el núcleo accumbens, justo entre la sien y la oreja. Uno tiene que aprender a disfrutar de Giacometti, Frida Kahlo y Thomas Pynchon, pero Bach, Mozart o Deep Purple te pegan una patada en toda la cabeza que ni has podido prever ni sueñas con entender, ni falta que te hace. La música no solo es un arte, sino también un enigma de la neurociencia. Hay algo especial acerca de ella.
Entonces, ¿para qué sirve la música? Graham Drope, un estudiante de filosofía de Universidad de la Columbia Británica, ha revisado para Medium las investigaciones psicológicas sobre el tema y ha alcanzado unas conclusiones deprimentes. Un estudio francés de 2012 indica que la música clásica mejora la puntuación de los estudiantes en un test de comprensión conceptual. Pero es posible que lo único que esté haciendo es apantallar los molestos ruidos del ambiente. Antes Mozart que un martillo neumático a la puerta del aula.
Otro estudio del instituto oncológico de la Universidad de Duke apunta a que Bach aminora el estrés de unos pobres voluntarios sometidos a varias pruebas angustiosas a cambio de unos créditos para el doctorado. Pero, seis años después de ese experimento, nadie parece haberle hecho el menor caso. Una investigación todavía anterior, de 1993, popularizó en Nature el supuesto efecto Mozart, por el que la audición de ese compositor incrementaba presuntamente la capacidad cognitiva de los sujetos. Los estudios posteriores no han confirmado ese resultado. Para algunos de nosotros, Mozart tiene un efecto más bien irritante que adyuvante a la concentración. Es la complejidad humana, amigo.
“El daño causado por un derrame cerebral en ciertas regiones corticales bloquea la capacidad de hablar”, dice el biólogo y antropólogo Robert Sapolsky en su último libro, Compórtate. Pero algunos pacientes, incapaces de expresarse a través del habla, consiguen trazar nuevas rutas neurales y se pueden comunicar cantando. Las relaciones entre la música y el lenguaje han fascinado a generaciones de musicólogos, lingüistas y estudiosos de la evolución. La alternancia entre sílabas fuertes y débiles es un aspecto rítmico compartido por la música y el lenguaje. La melodía y la armonía poseen una sintaxis propia, una que casi nadie entiende racionalmente, pero que todo el mundo percibe de manera automática e inconsciente.
La investigación musicológica más deslumbrante que conozco es del neurocientífico Stefan Koelsch, que mostró que uno de los conceptos abstractos que hasta entonces atribuíamos a la sofisticación de la cultura occidental, de Pitágoras a Bach y a Schönberg, es en realidad una propiedad general de la percepción musical humana, y por tanto independiente en gran medida de la cultura. Se trata de los modos mayor y menor, asociados en la tradición occidental a la euforia y la tristeza, respectivamente. Incluso las personas de las culturas más remotas y aisladas de toda influencia occidental perciben a la perfección esa diferencia emocional, que además es bien sutil musicológicamente: en un acorde de cuatro notas, basta mover medio tono una de ellas para transformar la alegría en tristeza. Esto es verdaderamente asombroso, porque parece indicar que nuestro cerebro sabe más matemáticas que nosotros.
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