Traidor
Me hubiera gustado escuchar en un avión: “Por favor, abróchense los cinturones de seguridad. Dentro de pocos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Inmanuel Kant”


Me hubiera gustado escuchar en un avión: “Por favor, abróchense los cinturones de seguridad. Dentro de pocos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Inmanuel Kant”. Y eso porque los aficionados a la filosofía llevamos “aterrizando” en Kant toda la vida. No hay pensador moderno más inevitable que él. Si hubiésemos elegido nombre para el aeropuerto de Kaliningrado, la antigua Königsberg, seguro que hubiese sido el suyo. Pero las autoridades rusas que hoy mandan en ese lugar no lo han querido así: consideran al pensador —a quien las vicisitudes históricas obligaron a ser prusiano, luego ruso y prusiano otra vez— traidor a un país cuya configuración actual no pudo conocer. Para los nacionalistas, su patria es eterna y eternamente amenazada, aun antes de existir. El jefe de la flota del Báltico, que es vicealmirante, pero no filósofo, ha condenado al traidor Kant, “que escribió libros incomprensibles que ningún buen patriota ha leído ni leerá jamás”. En esto último tiene razón, para qué negarlo.
Inmanuel Kant nunca salió de Königsberg, por la que paseaba con tan puntual regularidad que sus vecinos sincronizaban los relojes con su deambular. Lúcido, audaz, pero respetuoso, nunca explicó en sus clases nada que pudiese alterar el orden, aunque siempre defendió la libertad de pensamiento. Dijo que el lema de la Ilustración era sapere aude, atrévete a pensar por ti mismo, y creyó que ya era hora de que la humanidad abandonase su culpable minoría de edad intelectual. En La paz perpetua, un proyecto político mundial idealista, pero no ingenuo, sostuvo que nuestro globo es redondo para que los humanos no nos dispersemos hasta el infinito y nos soportemos mutuamente, “pues nadie tiene originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra”. Un traidor, hoy más que ayer.
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