Una portada en ‘Vogue’
Una indígena es tolerable en el papel de la película de Cuarón, como empleada de hogar, pero saltan todas las alarmas cuando se quita el mandilón y se viste de Dior
Hace unos meses, entrevisté a Ángela Ponce, la representante española en Miss Universo. Propuse al periódico un artículo sobre ella por dos motivos. El primero, abordar algo tan repentinamente demodé y frívolo como un concurso de belleza en medio del huracán feminista, usado como escaparate de una causa. El segundo, el reguero de odio que Ponce arrastraba con solo aparecer en los medios. Un odio antiguo y reconocible que no se asentaba en algo que hubiese hecho Ponce, sino en lo que era: una mujer trans. Una mujer a la que cuando le pregunté cuándo supo que era mujer, me preguntó cuándo supe yo que era un hombre.
Pensé en ella cuando vi la portada de Vogue México con Yalitza Aparicio. Aparicio es una actriz de moda, algo que encaja en una primera plana de Vogue. Está recibiendo halagos a su trabajo por Roma, la película de Alfonso Cuarón de la que todo el mundo habla. Aparicio también es oaxaqueña de origen mixteco, y tiene rasgos indígenas. Su aterrizaje en revistas como Vanity Fair o Vogue ha partido la conversación en las redes sociales: los que enaltecen el gesto (que sea gesto es sintomático) y los que lo reprueban entre burlas e insultos. Una mujer fuera de la cocina, una indígena fuera de la selva. Todo ello, material aprovechable.
Una de las características del odio es que nadie se reconoce en él. A causa del artículo sobre Ponce navegué por Facebook y Twitter para leer los comentarios que le dedicaban. Me interesaba saber cómo ella sobrellevaba semejantes tempestades de mierda. Conozco a muchas colegas que las han sufrido pero siempre a partir de algo que ellas han escrito, rodado, comentado o televisado; a partir de ahí, se levanta el odio y se las ataca por lo que han hecho pero también por lo que son: referencias a su físico, a su ropa y a sus capacidades sexuales. Que no se dirijan así a nosotros son derechos que se nos reserva a los famosos hombres hetero.
Ponce, sin embargo, no tiene que hacer nada para que la insulten: ser mujer y no esconderlo es suficiente. La odian por nacer, básicamente, y no son pocos los comentarios que le desean la muerte. A una minoría cuya tasa de suicidio rompe cualquier estadística; a un colectivo en el que, sólo en América Latina, entre suicidios y asesinatos el 80% de las mujeres trans no pasa de los 35 años.
Si en ese odio hay una reacción tan exagerada es, entre otras cosas, porque Ponce desfila como modelo, ejemplo de un tipo universal de belleza de consumo masivo; la modelo ocupa un lugar, toma posesión de un territorio vedado. Mucha gente que no consiente que la llamen tránsfoba dice respetar (“tolerar”) a los transexuales, pero lo hace siempre que se acomoden al marco reconocible que les presuponen, desde la prostitución hasta las drogas, incluida la depresión o el suicidio. Del mismo modo que una indígena es tolerable precisamente en el papel que interpreta en la película de Cuarón, como empleada de hogar, pero saltan todas las alarmas cuando se quita el mandilón y se va para Vogue a vestirse de Dior en la portada. Ahí empieza el drama.
No se tolera una raza determinada o un género concreto, cuando se tolera. Lo que se tolera es que ocupen un espacio que se cree reservado específicamente para ellos, de la misma manera que a un inmigrante se le exige “bondad” y “agradecimiento” porque sólo faltaría. Esa igualdad que se propone, la misma que está a punto de ser fuerza parlamentaria en España, la de todos en su sitio y familia la de siempre, consiste en que todo siga igual.
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