La casa como personaje
En 'Roma', la película de Alfonso Cuarón, el personaje principal no es Cleo ni la infancia ni el DF durante los años 70, es la casa en la que vivieron la sirvienta y la familia del cineasta meticulosamente reconstruida
Roma, la última película de Alfonso Cuarón —el autor de Gravity o de Y tu mamá también— se hizo con el León de Oro en la última Mostra de Venezia. El director aprovechó entonces para dedicarle el premio a Libo, la verdadera Cleo que lo cuidó durante su infancia. Luego, la película ha sido calificada unánimemente como “obra maestra”.
En el filme, el director y guionista recrea, fundamentalmente, su infancia en la Ciudad de México durante los años 1970-77. Y su día a día en una vivienda racionalista de la Colonia Roma de la urbe, un barrio de clase media alta en el que todavía era posible hacer vida caminando por la ciudad. Pero toda esa cotidianidad suya, su infancia y la de sus tres hermanos, no es más que el relleno de la vida de una eterna secundaria, de Cleo, la mujer que los cuidó y los quiso, convertida aquí en protagonista gracias al trabajo de Yalitza Aparicio una mujer de Oaxaca sin experiencia previa ante una cámara y feliz de conseguir llevar la lengua mixteca a una pantalla de cine (sostiene Carolina Mejia en un artículo en El Universal).
Así, la película, que dura algo más que dos horas y media, es capaz de darle la vuelta a los recuerdos de Cuarón poniéndose en la piel de una narradora silenciosa. También logra recrear un ambiente, y un cine, intimista —la torpe gimnasia de las asistentas cuando terminan de planchar al final de su interminable jornada laboral— a la vez que un cine de superproducción —las revueltas estudiantiles o un incendio como final de fiesta con niños apagando un fuego en el bosque y elegantes mujeres contemplando el espectáculo con una copa de champán en la mano—.
Más allá de la magnífica fotografía, de la contención narrativa, del control de las elipsis o de la extraordinaria calidad de unos actores que viven delante de la cámara, lo más sobresaliente de la película es que todo en ella —desde lo más dramático hasta lo más cotidiano— está contado en el mismo tono. Por eso todo resulta creíble, cotidiano, auténtico, real, amorosamente torpe. Para la verosimilitud es fundamental que el punto de vista sea el de Cleo, una de las jóvenes sirvientas que, como una niña más de los cuatro que cuida, no deja de ver con amor, inocencia y sumisión en todo cuanto la rodea en la casa: desde la explotación hasta el clasismo pasando por el cariño y el reconocimiento. Con más amor que miedo, madruga cada mañana y, seguramente por eso, alimenta la deuda de gratitud, mala conciencia y gran nostalgia que también contiene esta película. Que ese amor se sobreponga a la explotación laboral y a algunas humillaciones profesionales y, sobre todo, que parezca más sabio que ingenuo, es el logro de Cuarón que se desdobla como director, guionista y director de fotografía en esta película tan personal. Es su infancia, es su mirada y son sus recuerdos los que cimientan esta película tranquila, cotidiana e inolvidable que tiene como secundarios a todos los miembros de su familia y como protagonistas a la callada y pulcra Cleo y a su casa, reconstruida milimétricamente en el número 21 de la calle Tapeji de la Colonia Roma.
Entremos en la casa. El portal sirve para aparcar un coche que cabe a duras penas. Muy duras. El personaje del padre queda definido por cómo llegando tarde a casa lo aparca meticulosamente. Su llegada tranquila y esperada —mientras fuma al volante y escucha música sinfónica— es un espectáculo para los hijos y para la madre, que contemplan expectantes la hazaña. El mismo portal, y la misma dificultad para aparcar el mismo coche, indica que las prioridades de la madre son otras. También que nadie se dedica a observar cómo aparca (muy mal). El portal es, por último, el lugar de recreo del perro que, como nadie lo saca a pasear, igual juega, se emociona o hace sus molestas necesidades en ese pasillo continuamente limpiado y continuamente lleno de caca. Eso es la vida, un limpiar y ensuciar con risas, dolor y muestras de cariño.
En el interior, la cocina es uno de los espacios más angostos de la casa. Y, sin embargo, es el más vivo y luminoso. Allí transita Cleo. Allí vive la compañera que alimenta a la familia y plancha su ropa. Esa cocina da a un patio de servicio. Por las paredes de ese patio trepan escaleras metálicas que conducen a la azotea, el lugar más mágico de la vivienda, reservado para que el servicio tienda la ropa y se dé un respiro contemplando las azoteas de la ciudad. Y la línea despejada del cielo. La azotea es el mejor lugar de la casa. Eso hoy sería impensable: dejar de lado lo mejor de una vivienda solo porque cuesta un mínimo esfuerzo llegar a ese lugar. Esa es la justicia que reparte la casa. El mejor espacio es para quien se esfuerza en llegar hasta él. Ese secreto lo conocen Cleo y los niños. Sus niños.
Hay más guion en las meras estancias de la casa. La habitación que comparten Celo y la cocinera, rebosante de ropa para planchar, tiene un papel con diálogo callado. También los dormitorios de la casa, con suelos diariamente repletos de juguetes y ropa sucia. La ducha de las sirvientas, desnuda pero con luz natural. O los dos comedores de la casa: uno al lado del otro.
El resto es una mujer que calla pero abraza. Que muy rara vez deja escapar un suspiro, un lamento. De reproches ni se habla.
El mundo encerrado en la casa resultaría en una historia claustrofóbica si la película no desvelara, también, su relación con la ciudad: el hecho de poder caminar al cine —también reconstruido—, la fatal consecuencia de los atascos, la diferencia entre la ciudad formal —asfaltada con árboles y aceras— y la informal —donde viven los pobres pisando barro y agarrándose a la vida convertidos en hombres bala o expertos en artes marciales—. Como siempre ocurre, hay muchas ciudades en una misma urbe. Pero con Roma, Cuarón ha rescatado la ciudad de su infancia y, con eso, la arquitectura brutalista de los años setenta, recreando la presencia masiva y robusta del Centro Médico Nacional (1951) decorado con murales de Francisco Zúñiga y David Alfarro Siqueiros.
No es fácil saber elegir los pocos datos que dejan ver la vida de una persona. En Roma están los de una persona y los de una familia. La vida de dos clases sociales, las enormes distancias y los fugaces y fundamentales encuentros entre ambas. Está la vida de un barrio y la de un niño que mira. Pero es la casa, cuando se ensucia, se rompe, se llena de ropa tendida, se llena de gente o se queda sin estanterías para los libros la que cuenta la vida de sus habitantes. También la que les permite reinventarse. Ese escenario los une y los ampara, pone en el mundo a cada uno de sus habitantes. Al tiempo que los protege de ese mundo. Lo que debe de hacer una casa lo borda la de la Colonia Roma. En gran parte, gracias a Cleo. Es emocionante que Cuarón haya querido contar su historia.
Babelia
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