Mamá Chicó, el restaurante de los famosos: ¿publicidad encubierta o merecido éxito?
Probamos el restaurante de moda entre los ‘influencers’ para descubrir los secretos (o los engaños) de su fama. ¿Lo mejor? La sorpresa que me esperaba al terminar
Cansada de ver constantemente a famosos e influencers colgando fotos en el restaurante Mamá Chicó de Madrid y alabando las múltiples virtudes de sus platos, me decidí a hacer una incursión para verlo o degustarlo con mis propios sentidos. Pero lo que descubrí dista bastante de la imagen que se había creado en torno a este local que, estratégicamente colocado en la calle de Recoletos, emerge como uno de los sitios más reseñables de la oferta gastronómica madrileña de vanguardia.
Reservé una mesa para dos al mediodía. “Mejor reservar, siempre está lleno”, me habían dicho. Llegó el día. Allá vamos. Crucé el umbral de la puerta y casi me quedo ciega. Había tanta luz y una iluminación tan mala que me arrepentí de haber dejado las gafas de sol en casa. Eso sí, la decoración no puede ser más instagramable. Ya en la mesa, me sorprendió lo tremendamente alta que estaba la música. Costaba mantener una conversación sin tener que elevar la voz, por lo que el comedor acabó siendo un hervidero de voces luchando por imponerse.
Vamos con la carta. Escaneo el listado de arriba abajo. Tiene una pinta deliciosa: variedad de pastas frescas (que dicen elaborar ellos mismos), pizzas y postres... Pero decidimos pedir el menú del día para probar varias platos y no arruinarnos en el intento (14,90 euros por persona). De primero elegimos una crema de boletus con tierra de aceitunas negras y el tabulé de verduras con huevos escalfados. La crema me sorprendió por su fuerte sabor a boletus en contraste con las aceitunas, el tabulé estaba a temperatura ambiente y, para mi gusto, le faltaba el típico toque fresquito que debe tener este plato.
De segundo escogimos la ternera a la milanesa con bouquet de pimientos asados y unos prometedores espaguetis en salsa carbonara de panceta ahumada. La milanesa resultó decepcionante. Era un simple filete empanado de los de toda la vida, aunque poco conseguido. El empanado se separaba de la carne con excesiva facilidad y el plato al final parecía un campo de batalla. Sí agradecí que, en vez de presentarlo con las típicas patatas congeladas recalentadas en la freidora, acompañaran el plato con pimientos asados. Los pimientos matizaban la montaña de sal gorda sobre la milanesa, que intenté retirar (sin éxito) con el tenedor. Me esperaba una tarde pegada a una botella de agua.
La descomunal (y terrible) sorpresa llegó con la pasta. Un local que se vende como abanderado de este plato italiano (aunque su dueño sea gallego) no puede sentirse cómodo presentando un plato insulso, con los espaguetis nadando sobre la salsa. El parmesano, que nunca llegó, podría haber ayudado a paliar el desastre gastronómico, que se completaba con una panceta que logró no amortiguar la desilusión. Me quedé con las ganas de un plato que evocara las tierras de La dolce vita.
Con un mal sabor de boca llegamos a los postres: yogur natural con muesli y panacota. En ese pequeño intervalo de espera a los dulces, observé algo que me dejó atónita. Si la fama también les venía en parte gracias a sus tartas y panes caseros, no podía dejar pasar que el maître llegara disimuladamente con una bolsa de Carrefour y la metiera en la cocina. Y como la curiosidad mató al gato, decidí acercarme un poco más para ver qué contenía y… chán chán: un camarero sacaba apurado una barra de pan y la cortaba rápidamente antes de volver a esconderla en la bolsa, que torpemente dejó olvidada a la vista de todos cuantos estábamos cerca.
Instintivamente miré la hora para comprobar en qué momento se habían quedado sin pan. Eran las 14.45. Que yo sepa, es una hora más que habitual para servir comidas en España, así que no dejaba de sorprenderme la falta de previsión del local, que a principios de semana, y en medio de un servicio, mandaban al maître a comprar pan.
Desconcertada, decidí concentrarme en el postre sin rechistar. La panacota estaba rica, pero el yogur, que era casero, tenía un dulzor exagerado y allí se quedó, casi intacto. Pedimos la cuenta con rapidez con ganas de salir de aquella feria de luces que ya nos estaba provocando dolor de cabeza. Estábamos impacientes por comentar todas las situaciones surrealistas de aquella trepidante hora. Pero… lo mejor estaba por llegar.
Mientras pagábamos la cuenta, mi acompañante comenta a una persona del local:
-Oye, aquí vienen muchos famosos, ¿no?
Respuesta: “Bueno vienen a lo que vienen”.
Inocente de mí pregunté: ¿A qué se refiere?
-“Pues a comer gratis”
Pagué la cuenta y me fui sin saber qué más añadir a eso.
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