Para que nos encierren
TROPIEZA UNO con esta foto nada más despertarse de la siesta, todavía sin saber si se encuentra aquí o allí, y por un momento cree que la han sacado de su álbum familiar, cuando pertenece a un inglés que tiene hijos y nueras y nietos y una esposa: lo que reúne, en fin, la mayoría de la gente al alcanzar determinada edad. En eso se parece asombrosamente todo el mundo. La confusión se debe a que a este hombre nos lo hemos encontrado hasta en la sopa. Lo hemos visto hacerse mayor fotograma a fotograma, que es como repasamos la vida segundos antes de morir, y al cabo de los años parece como de la familia. No de la familia de aquí al lado, de la de los primos que viven en Valladolid o en Badajoz, sino de la familia lejana. Nos referimos a ese pariente del que se habla en las cenas de Navidad, que emigró de niño o se fugó de joven y un día se manifiesta en las cabeceras de los telediarios porque ha llegado a vicepresidente del país en el que fue a caer.
El señor de la foto ha conseguido convertirse en Carlos de Inglaterra, ocupación de la que se puede vivir sin preocupaciones de ningún tipo a costa del contribuyente. Se trata de un individuo sin gracia, algo turbio (se declaró a su actual mujer asegurándole que le gustaría ser su tampax), cuya existencia ni nos va ni nos viene. Pero observa uno esta imagen que acaba de salir en el periódico y descubre que le tiene algo de ese cariño mecánico e involuntario que genera el roce. Vamos, que en el fondo de tu corazón te alegras de que le vaya bien. La pregunta es si estamos o no estamos como para que nos encierren.
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