Nueve preguntas sobre el mal gusto y un par de conclusiones tras una noche de insomnio
¿Qué es el buen gusto? ¿Quién lo decide? ¿Cuál fue el primer objeto de mal gusto de la Historia? ¿Puede el mal gusto ser exquisito? ¿Es malo el exceso de buen gusto? Nuestro columnista Jordi Labanda se hace varias preguntas (y responde un par)
¿Qué es el buen gusto? ¿Quién lo decide? ¿Cuál fue el primer objeto de mal gusto de la Historia? ¿Por qué el capitoné es de buen gusto y el alicatado imitación de mármol es de mal gusto? ¿Puede el mal gusto ser exquisito? ¿Es malo el exceso de buen gusto? ¿Es de mal gusto comprar muebles en un polígono de carretera? ¿Es el buen gusto de hoy el mal gusto de mañana? ¿Qué significa tener buen gusto hoy?
"Cuando en una expo vi una mesa hecha a base de chorretones de espuma de poliuretano, en plan estalagmita, pensé: 'Menuda basura'. El caso es que de camino a mi casa me obligué a que la mesa poliuretánica me gustara"
Dudas de este calibre son las que me desvelan en las noches de insomnio. En mi interior, un debate eterno entre lo que considero sofisticado, elegante, perpetuo y bonito y aquello que no lo es para nada pero que mi instinto me dice que será significativo en el futuro. Por ejemplo, cuando en una expo vi una mesa hecha a base de chorretones de espuma de poliuretano, en plan estalagmita, pensé: “Menuda basura”. El caso es que de camino a mi casa me obligué a que la mesa poliuretánica me gustara, porque ya les dije en mi primer artículo en esta revista cuánto placer me aporta sentirme contemporáneo. Y yo ahí vi modernidad a tope.
En un pispás el mal gusto se convirtió en buen gusto dentro de mi cabeza, de lo cual me alegré infinitamente porque no hay nada más reconfortante que saber que eres consecuente con tu filosofía. Para alguien nacido antes de la Revolución Industrial el hormigón o la baquelita serían engendros de la era moderna, y hoy en día, si me preguntan, deberíamos considerarlos materiales nobles. Por esta regla de tres, la espuma de poliuretano tiene puntos para ser el nuevo travertino (aunque no lo creo, pero tampoco pongo la mano en el fuego). Lo que quiero decir con esto es que las fronteras entre el buen y el mal gusto son un tema de percepción, de educación y, sobre todo, de perspectiva. O de postureo, como en mi caso. Es broma.
Sobre los inicios de la fijación del ser humano por lo bello, tengo una teoría muy absurda que quiero compartir: el inventor del buen gusto fue un troglodita que no podía soportar la visión de los bajos desarreglados de su traje de piel y tuvo que coserse un dobladillo para convertir aquel harapo en algo armónico. ¿No es loquísimo decidir que inventas el dobladillo? Esta hipótesis –macerada también en una noche de insomnio– me lleva a opinar como Carlo Padial en su fantástico Doctor Portuondo (Blackie Books), quien nos dice que la neurosis es el precio que tuvimos que pagar, ya desde la caverna, por vivir en sociedad.
Y yo añado que es de ahí de donde arrastramos el pecado original de la preocupación por lo refinado, por lo classy. La Humanidad no respiró tranquila hasta una Edad de Bronce en la que, al fin, las cosas pudieron ser bruñidas, pulidísimas y superreflejantes. Se inició así una espiral de siglos, que duró hasta antes de ayer, en la que la búsqueda de la belleza, a través del dogma y la Academia, fue la única meta para artistas, diseñadores y arquitectos.
Afortunadamente, en todas las épocas ha habido outsiders que supieron driblar el buen gusto imperante para hacer avanzar tanto el arte como las artes decorativas. Por eso me pone de los nervios ver a gente que hoy sigue haciendo cosas simplemente correctas, retóricas y academicistas, como alumnos aplicados que quieren agradar a un casposo e inexistente profesor. A estas alturas, aún hay gente que cuelga arañas de cristal encima de mesas de comedor. ¿En serio?
Qué suerte tenemos de vivir en un tiempo en la que los límites entre lo bueno y lo malo se difuminan gracias a la inteligencia y la ironía. Es maravilloso que un objeto o un espacio puedan encontrar poesía y belleza en su expresión mediante lo inacabado, el desorden, lo ambiguo o lo contradictorio. En dos de mis libros favoritos, Aprendiendo de Las Vegas y, sobre todo, Complejidad y contradicción en la arquitectura (ambos,en Gustavo Gili), su autor, Robert Venturi, nos exhorta a dejar de mirar los dogmas clásicos como si fueran vacas sagradas y a desarrollar la capacidad de pervertir, travestir y satirizar el gusto de nuestro tiempo a través del pensamiento posmoderno. Es la única manera para avanzar y reconstruirnos sobre las bases de lo que nos precedió.
Queridos lectores, esto del gusto me pone tan palote que con una sola columna no me basta. Seguiremos hablando de ello dentro de unos meses, en el siguiente Icon DESIGN, pero hasta entonces, les propongo un ejercicio: Vetements, ya saben, la broma de la broma. ¿Su casa sería fea adrede, como todo lo que hacen? ¿Qué cosas habría en ella? Yo ya tengo material para mi próxima noche de insomnio.
*Esta columna tiene una segunda parte que puedes leer aquí
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