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¿Y si dejamos de reñir por tonterías y volvemos a discutir sobre estética?

El ilustrador Jordi Labanda razona en esta columna su cruzada contra el buen gusto, ese que en plena era Instagram se ha convertido en una oda al conformismo, lo aburrido y lo previsible

En su día 'Las señoritas de Avignon' de Picasso fue objeto de polémica porque no se parecía a lo que la gente consideraba
En su día 'Las señoritas de Avignon' de Picasso fue objeto de polémica porque no se parecía a lo que la gente considerabaThe Granger Collection, New York

Decíamos ayer que el buen gusto es a las artes aplicadas y a las no aplicadas lo que el hervor al arroz. Si te pasas, aquello no hay quien se lo coma.

Como escribió Pierre Bourdieu en La distinción, el gusto de la burguesía es el que más influye en el arte. Por eso, todas estas obras transgresoras fueron lapidadas en su momento, porque atentaban contra el buen gusto y se salían de la carretera marcada por el canon

En estos días de corrección, en los que tanto se habla de los límites del humor y los límites de todo, podríamos empezar también a hablar de los límites de la estética. La gente debería ofenderse menos porque un humorista suelte depende qué cosa en un foro público y más por ciertas prácticas consumadas por profesionales y aficionados al arte de colocar cosas juntas en un espacio cerrado, también llamado decoración.

La gente se escandaliza casi siempre por lo que no es importante y, sin embargo, todo el mundo calla cual tumba ante despropósitos como encontrarse un muñeco de Karl Lagerfeld XXL encima de la mesa del café en casa de alguien, o soportar la presencia de esos platos gigantes debajo de los platos de comer –¿platos de presentación, los llaman?– o el Memphis de baratillo o el arte decorativo o el trabajo de algunos diseñadores y diseñadoras de interiores adictos a la sacarina.

Siempre me ha gustado que haya personas que protesten por motivos estéticos porque eso da mucha vidilla. El rifirrafe cultural casi siempre es estimulante y, de alguna manera, constructivo. Si me preguntan, prefiero que la gente discuta sobre estética que sobre el último fichaje del Madrid: los habitantes del París de finales del XIX quejándose, alucinados e impotentes, de cómo esa gigantesca torre de hierro iba a transformar el paisaje de su ciudad, o el gran pollo que liaron obras maestras de la pintura como El origen del mundo, de Courbet, Madame X, de Sargent, o Las señoritas de Avignon, de Picasso. Como escribió Pierre Bourdieu en La distinción, el gusto de la burguesía es el que más influye en el arte. Por eso, todas estas obras transgresoras fueron lapidadas en su momento, porque atentaban contra el buen gusto y se salían de la carretera marcada por el canon.

El impacto de lo nuevo, lo llamó Robert Hughes. Quien venía a decir, más o menos, que lo nuevo está condenado a no gustar porque no se adapta a los marcos mentales del periodo histórico en el que ha nacido. No hay suficientes referencias para juzgarlo y, por lo tanto, la primera reacción es rechazarlo.

Al final, si aquello sobre lo cual se debate tampoco está tan mal, la sociedad no solo lo absorberá sino que acabará siendo celebrado por las generaciones futuras.

Analicemos el caso del punk. Un movimiento provocador y contestatario. Nacido para pegar una patada en los genitales del sistema con su fealdad agresiva, ha acabado sirviendo de excusa para una de esas fiestas de disfraces que se monta Anna Wintour en el Met. El establishment ha enrolado en sus filas la estética punk –ojo, solo la estética– expandiendo los límites de aquello que puede ser considerado tolerable. Algo que antes era antiestético ya no lo es.

Después, algunos van y maridan un buda de bronce con una réplica de Jeff Koons en plastiquete rosa, para darle “un toque punk” al salón. O tapizan un chester con tela de camuflaje y se quedan tan anchos. Conclusión: las fronteras de lo que queda fino se expanden y unas tachuelas ya no escandalizan a nadie. Habrá que empezar a buscar referencias subversivas en otra parte.

Afortunadamente, siempre habrá personas que trabajen en las catacumbas del estilo porque tendrán la necesidad de ofrecer propuestas contestatarias, ya sea por posicionamiento político o por un deseo incontrolable de salirse del redil y expandir las conciencias. En mis días de estudiante de diseño industrial me topé, en la revista de Juli Capella, con un equipo estéreo de hormigón diseñado por Ron Arad en 1983. Recuerdo cuánto me impresionó y cómo sembró en mí la semilla de que lo desafinado, lo radical, a veces tiene más poesía que lo impoluto.

Lector, la próxima vez que se encuentre usted en un local de una cadena de tiendasde decoración con un jarrón de porcelana turquesa en la mano, pensando en montar un bodegón de jarroncitos turquesa junto a la ventana para hacer un post en Instagram, coja su smartphone y googlee el trabajo de Guillermo Santomà (en especial los proyectos que ha presentado en el Chart Art Fair de Copenhague), métase en las redes sociales de Etage Projects, de Soft Baroque y de Dimore Studio, busque la casa de la artista Maria Pratts.

Después de haber visto todas esas cosas, vuelva a mirar el jarrón de porcelana turquesa que tiene en la mano. A continuación, reflexione sobre estas palabras de Picasso: “El principal enemigo de la creatividad es el buen gusto”. Vuelva a mirar el jarrón turquesa y hágase la pregunta: “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”.

*Esta columna es la segunda parte de esta otra que puede leer aquí

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