Aquellos tiempos
Los humanos mantenemos una relación problemática con el pasado. En la infancia se forja nuestra idea platónica del mundo, que nos sirve para compararla con el presente
Los humanos mantenemos una relación problemática con el pasado. Supongo que es normal. Nuestra idea platónica del mundo, el concepto con el cual comparamos el presente, se forja en la infancia y en la primera juventud: una época generalmente divertida (por mal que lo pase un niño, se divierte como un niño) y exenta de responsabilidades. Sentimos, aunque no seamos conscientes de ello, que las cosas deberían ser como nos parece que eran entonces.
Cuanto más carcamales nos hacemos, más displicentes somos con las novedades. Y más rara nos parece la juventud. Los jóvenes con los que tratamos pueden ser gente formidable con la que nos llevamos de maravilla, pero pensamos que la juventud, en genérico, no es lo que era. O lo que éramos.
Resulta que los chicos (y los no tan chicos) de hoy se pasan la vida delante del móvil. Una generación antes, iban a quedarse lelos de tanta pantalla de ordenador. Y antes se idiotizaban ante la tele. Y mucho antes perdíamos el tiempo con las canicas o intercambiábamos pedradas con otros críos. La juventud siempre pierde el tiempo y se echa a perder. Salvo nuestra juventud, claro, que fue distinta. ¿Cómo queremos la ciudad? ¿Cómo queremos el país? Como creemos que era entonces, cuando los políticos eran ilustrados, la gente se saludaba cortésmente por la calle, leíamos muchos libros, no existían las cosas que nos molestan (la corrupción, los extranjeros, los delitos, las autonomías, los gritos, las procesiones, las mezquitas, el fanatismo o lo que sea) y la vida era mejor. Nos hacemos mayores con una Arcadia feliz que nunca existió aferrada al cerebro.
Por razones obvias, converso con frecuencia con periodistas de mi edad. Es decir, medianamente viejos. Casi todos se preguntan por qué la gente dejó de leer periódicos. “Vendíamos un millón el domingo”, suspiran. ¿Qué ocurrió? En parte, que los periodistas y los empresarios hicimos mal las cosas. Fundamentalmente, lo que ocurrió fue que nunca en ningún país, ni en este ni en otro, hubo un millón de personas leyendo periódicos. Compraban el artefacto por razones muy diversas: por las farmacias de guardia, por la cartelera de cine, por el pronóstico del tiempo, por el crucigrama, por los anuncios inmobiliarios, porque venía una sartén de regalo. Leer, lo que se dice leer, se leía como ahora. Eso vale para la prensa y para los libros. Nos aferramos, sin embargo, a nuestra propia Arcadia. Ah, aquellos tiempos, despejados y felices.
Cuanto más carcamales nos hacemos, más displicentes somos con las novedades
En momentos de relativa lucidez, nos angustia que la sociedad repita errores a los que hemos asistido o de los que tenemos algún conocimiento indirecto. Autoritarismos, guerracivilismos, populismos más o menos desenfrenados. Ocurre que la historia avanza así, a saltos irregulares entre la luz y la oscuridad, con poca memoria y bastante furia. Es lo que hay, lo que siempre ha habido.
La sociedad española es una de las más longevas del planeta. Pronto superará, dicen, a la japonesa. No creo que se trate de una cuestión de dieta o de sabiduría vital: algo tendrá que ver el sistema de salud pública. En cualquier caso, la longevidad plantea un par de problemas graves. Uno, cómo pagar nuestras pensiones. Otro, cómo soportarnos, con la pesadez de nuestros tiempos, aquellos tiempos, a cuestas.
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