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Tribuna
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El #MeToo nació del mejor periodismo

Los periodistas estadounidenses que han investigado minuciosamente los casos de abusos sexuales no perseguían el linchamiento público de los agresores sino una investigación factual

Eva Vázquez

Más de dos años antes del célebre tuit que prendió la mecha del #MeToo en octubre de 2017, Maryclaire Dale, reportera de la agencia AP, presentó una moción en un tribunal de Filadelfia. Su objetivo era que saliera a la luz el testimonio que Bill Cosby había ofrecido en 2005 durante la demanda civil de una mujer que acusaba al actor de dejarla inconsciente con pastillas y someterla después a una agresión sexual.

Aquel caso se resolvió en 2006 con un acuerdo extrajudicial por el que la mujer recibió más de tres millones de dólares. El tribunal suele hacer públicos los testimonios dos años después del juicio. Pero los abogados de Cosby se las arreglaron para mantener el de Cosby en secreto durante una década. Nunca habría salido a la luz si no fuera por la reportera, cuya exclusiva desveló que el actor había admitido la agresión en 2005 y empujó a docenas de mujeres a denunciar abusos muy similares. Tres años después, Cosby fue condenado a diez años de cárcel por agresión sexual.

Este episodio es la prueba de que el #MeToo no fue el fruto del torbellino emocional de las redes sociales sino del empeño de un puñado de reporteros que investigaron durante meses a personajes públicos que hasta entonces habían actuado con impunidad. Quienes critican al movimiento lo presentan a menudo como una caza de brujas. Pero esa visión ignora que las dinámicas de poder no favorecían a las víctimas sino a sus agresores y que los reporteros no buscaban un linchamiento público sino una investigación factual.

"Cada texto se somete a la revisión de los editores y de los abogados. Ningún artículo tiene una palabra de más"

En abril escuché a cuatro reporteras explicar cómo habían cubierto algunos de los escándalos con más impacto de los últimos meses. El evento se celebró en el mismo edificio de la Universidad de Columbia donde unos días antes se había anunciado el Pulitzer para los periodistas que habían destapado los abusos de Harvey Weinstein. Stephanie McCrummen de The Washington Post explicó cómo había llegado hasta Leigh Corfman, la mujer que con 14 años sufrió los abusos del candidato republicano Roy Moore en 1979. Al principio Corfman se resistía a aparecer en el artículo con su nombre. Sólo aceptó después de cientos de horas de conversaciones en las que la reportera fue transparente sobre lo que se avecinaba si decía que sí. Antes de publicar su denuncia, ella y sus colegas examinarían en detalle su biografía en busca de acusaciones falsas, antecedentes penales y detalles que desmintieran su versión. Ese proceso salvó al periódico de la trampa que le tendió unos días después una asociación conservadora que envió a una mujer con una denuncia falsa sobre el candidato. El diario detectó varias mentiras y publicó un texto y un vídeo destapando el engaño días después del primer artículo sobre Moore. Ese empeño por la precisión es una constante en los periodistas que han informado sobre agresiones sexuales en EE UU. Cada texto se somete a la revisión de los editores y de los abogados. Ningún artículo tiene una palabra de más.

Ellen Gabler de The New York Times, que publicó una investigación sobre las primeras agresiones de Harvey Weinstein, ofreció algunos consejos para detectar si una persona está diciendo la verdad: hacer preguntas abiertas y comparar luego sus respuestas con las de otras víctimas o pedirle el número de alguien al que esa persona le contara la agresión unos años antes y llamar a ese número enseguida para evitar que ambos coordinen su versión.

A menudo los reporteros no encuentran documentos ni testimonios de terceras personas que corroboren las acusaciones. Por eso examinan las denuncias que pesan contra el agresor en busca de un modus operandi y comprueban la veracidad de cualquier dato. Amy Brittain explicó cómo ella y su colega Irin Carmon chequearon cada dato en los ocho testimonios de las mujeres antes de publicar su exclusiva sobre el periodista Charlie Rose. Comprobaron por ejemplo que el documental sobre Argelia que una de las víctimas estaba viendo en el jet privado de Rose se había publicado antes (y no después) de marzo de 2008 y pidieron a otra de las agredidas que dibujara un plano de la mansión del periodista para comprobar si su relato se ajustaba a la realidad.

A menudo las mujeres se sienten culpables por haber callado durante años. Corfman pensó en contar su historia en 2000 cuando su agresor Roy Moore presentó su candidatura a juez de la Corte Suprema de Alabama. Pero se echó atrás por miedo que sus hijos sufrieran el rechazo de sus compañeros de colegio. Dar ahora el paso al frente no fue fácil: la denuncia la obligó a vivir con escolta y abandonar su casa. Los efectos devastadores que sufren mujeres como Corfman contrastan con las facilidades que la sociedad sigue ofreciendo a algunos de sus agresores. Moore estuvo a punto de ganar las elecciones pese a las acusaciones de pederastia. Agresores como John Hockenberry o Jian Ghomeshi han publicado en revistas de prestigio sin unos mínimos filtros de edición.

"La investigación minuciosa de un solo caso puede crear un efecto dominó y animar a otras víctimas a denunciar"

Pese a ese doble rasero, las críticas a los excesos del #MeToo han irrumpido en España con más fuerza que el propio movimiento. Los medios han ofrecido un eco desmedido al célebre manifiesto de las actrices francesas contra el puritanismo o a los problemas para rodar de Woody Allen, acusado de abusos por la hija de su segunda mujer. Pero salvo honrosas excepciones, apenas han publicado exclusivas como las de los periódicos de Estados Unidos, cuya investigación requiere muchos recursos pero también un entorno social en el que las víctimas se atrevan a hablar.

España es todavía un lugar lleno de costumbres machistas que muchas mujeres soportan a diario y también uno de los países europeos con menos denuncias por violación. Según las últimas cifras de Eurostat, en 2016 aquí apenas se registraron dos denuncias por cada 100.000 habitantes. En Suecia se registraron unas 64. La periodista Gloria Rodríguez-Pina explicó en estas páginas por qué un porcentaje muy alto de las agresiones no sale a la luz: los expertos citan como posibles causas la dureza del proceso y el miedo de las víctimas al escarnio público y a una absolución del agresor.

Los leoneses recordamos muy bien el calvario que atravesó Nevenka Fernández, la concejala popular de Ponferrada que en 2001 denunció al alcalde Ismael Álvarez por acoso sexual. El escándalo se saldó con una sanción económica para el agresor, que siguió en política y en 2013 pactó con el PSOE una moción de censura que les dio a los socialistas la alcaldía de la ciudad. Asfixiada por la presión social en una ciudad pequeña, la concejala se vio obligada a abandonar su puesto y mudarse fuera del país. En los últimos meses he escuchado en privado en España varios testimonios creíbles de abusos sexuales. Sus protagonistas son varios periodistas, un director de teatro y un político muy popular. Estoy seguro de que no son los únicos casos. Por ahora los periodistas españoles no hemos logrado convencer a las víctimas de que cuenten su historia ni reunir testimonios que ayuden a sacar los abusos a la luz.

Lo ocurrido en EE UU demuestra que la investigación minuciosa de un solo caso puede crear un efecto dominó y animar a otras víctimas a denunciar a sus agresores. Por eso merece la pena recordar el ejemplo de los reporteros que dedicaron varios meses a comprobar los detalles de historias muy complejas. Su trabajo ha hecho del mundo un lugar mejor.

Eduardo Suárez es periodista y coautor junto a María Ramírez del libro Marco Rubio y la hora de los hispanos.

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