El príncipe heredero es culpable
El brutalismo político de Trump concede directamente a Arabia Saudí el derecho al crimen de Estado, gracias a su capacidad de producción petrolera y a sus compras de armas a Estados Unidos
No hay apenas dudas acerca de la responsabilidad de Mohamed bin Salmán, conocido como MBS, en la trampa tendida al periodista Jamal Khashoggi el pasado 2 de octubre en el consulado saudí en Estambul, en su asesinato organizado desde la cúpula del Estado saudí y en su posterior desaparición, probablemente mediante descuartizamiento y disolución en ácido de su cuerpo. Lo acredita el Gobierno turco y, con mayor autoridad, la CIA, a pesar de la insostenible y persistente incredulidad exhibida por Donald Trump. Las sucesivas e inverosímiles explicaciones y coartadas aportadas por el Gobierno saudí han añadido infamia al horror de un crimen tan espantoso. Casi todos los esbirros que participaron en el asesinato se hallan arrestados e inculpados, e incluso en cinco casos con petición de pena de muerte. Todo lo que han hecho la fiscalía y la policía saudíes hasta ahora ha sido destruir pruebas, eliminar testigos e intentar enmascarar la responsabilidad del heredero de la corona y hombre fuerte del régimen, el hijo treintañero, impulsivo y violento, del anciano rey Salmán. La única forma de exculpar convincentemente al príncipe, fuera del alcance de los saudíes por la naturaleza patrimonial y despótica del régimen, sería una investigación a cargo de la justicia de otro país, como Turquía, o de una comisión internacional.
También Trump ha querido contribuir a la cobertura del crimen con un comunicado en el que admite la posibilidad de que MBS sea el asesino de Khashoggi, pero se niega a extraer consecuencias. Al contrario, carga de razones al príncipe en la neutralización del periodista, considerado por los saudíes como enemigo del Estado y miembro de la cofradía de los Hermanos Musulmanes, tachada de terrorista. El presidente apoya además la posición de Riad en su rivalidad con Irán, país al que define como la única potencia terrorista en la región y al que responsabiliza de la guerra de Yemen. Regala así una baza a MBS, promotor de la intervención saudí en la guerra civil yemenita, y sometido estos días a presión para que abandone su aventurismo bélico en castigo a la muerte de Khashoggi.
El brutalismo político de Trump concede directamente a Arabia Saudí el derecho al crimen de Estado, gracias a su capacidad de producción petrolera y a sus compras de armas a EE UU. Su principal y más cínico argumento es el mismo de su campaña electoral, America First, Estados Unidos ante todo, una simplificación de la política exterior profundamente dañina para Washington y la comunidad internacional. De la condescendencia trumpista tomarán nota todos los déspotas del mundo, con los que el presidente suele simpatizar más que con los gobernantes debidamente elegidos.
No serán los únicos que tomarán nota. ¿Asistirá el asesino a la reunión del G20 que se celebrará el 30 de noviembre en Buenos Aires? ¿Le admitirán los otros jefes de Estado y de Gobierno? ¿Mantendrá la Casa Real española sus estrechas relaciones con una familia reinante ahora liderada por un sujeto tan poco recomendable?
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