Álvaro
Si la inmortalidad es ese don que los dioses depositan en la memoria de los amigos, Álvaro de Luna la tiene asegurada


Al galope cabalgando la muerte se ha ido Álvaro de Luna, un gran amigo a quien he tenido al lado siempre dispuesto al rescate, desde los días de gloria, de risas y de juego del café Gijón, en los veranos en el mar de Denia, en la llamada de teléfono de cada mañana durante tanto tiempo. Era un tipo legal, con un cuerpo rocoso que despedía bonhomía y una fortaleza más allá de toda imaginación. Con mis propios ojos vi un día que levantaba a pulso un coche Renault 18 para que el propietario, que carecía de gato, pudiera cambiar la rueda. Comenzó de especialista en el cine tirándose del caballo, asaltando diligencias, arrojándose al vacío desde una quinta planta, y terminó como protagonista en películas y obras de teatro, un caso insólito, muy difícil, por eso en su profesión era querido y respetado. He sido testigo de hasta qué punto lo adoraba la gente sencilla en la calle. Su imagen de El Algarrobo hizo estragos en los niños, pero también entre camioneros, guardias, taxistas, ministros y presidentes del Gobierno. Ya no sonarán sus carcajadas llenas de euforia, rematadas a veces con un grito de Tarzán, ni le oiremos la forma en que se aliviaba sus neuras y con todo pormenor gesticulaba, dramatizaba, imitaba, montaba escenas y se apoderaba por derecho de la tertulia. Se ha ido cabalgando en busca de su maestro Manuel Aleixandre, de Curro Jiménez, del Estudiante para compartir con ellos la hogaza de pan que sacará del zurrón y cortará con una navaja cabritera. Solo queda llorar por la memoria de una profunda amistad. Pese a todo, aun con lágrimas sobre las hojas amarillas de otoño, hay que brindar por tantos pequeños placeres compartidos, de cuando nos creíamos inmortales. Si la inmortalidad es ese don que los dioses depositan en la memoria de los amigos, Álvaro de Luna la tiene asegurada. Serán legión los que le recuerden siempre.
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