Un paso en falso
El proceso que liquidó el nuevo aeropuerto de México arroja sombras preocupantes sobre el futuro
La consulta ciudadana cuyo resultado ha supuesto este fin de semana el final del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México en Texcoco (y su sustitución por un proyecto alternativo aún por concretar en Santa Lucía, una base militar) ha dejado un regusto amargo en amplios sectores del país. Otros han celebrado la paralización de lo que consideran un atentado ecológico de graves consecuencias. Los mercados financieros castigaron con dureza a la Bolsa y a la moneda nacional el lunes (aunque el movimiento tampoco desembocó en pánico o huidas generalizadas, de momento). Y el aún presidente Enrique Peña Nieto se negó a paralizar las obras y anunció que éstas continuarán hasta el último día de su mandato, el 30 de noviembre. No se puede considerar pues que esta primera gran acción política del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, se haya saldado sin importantes daños colaterales.
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Éstos son de dos tipos. El primero es naturalmente, el súbito caos organizativo y la parálisis que se abate sobre un proyecto que la administración anterior había presentado como la solución definitiva a la congestión del actual aeropuerto internacional. El proyecto, valorado en 13.500 millones de dólares, está relativamente avanzado (un 30%), con un esqueleto ya erigido sobre terrenos que fueron del lago de Texcoco y que ahora habrá de ser demolido y sus escombros retirados para devolver la zona a su estado anterior. Se habrá también de hacer frente a los costos económicos, vía compensaciones pactadas o litigios antes los tribunales, de las empresas afectadas. Resulta innegable que lo sucedido este fin de semana trae causa de los históricamente deficientes procesos de decisión para este tipo de proyectos de largo plazo en México, las polémicas sobre los beneficiarios de las adjudicaciones o los enormes impactos ambientales y sobre el patrimonio arqueológico, no suficientemente discutidos antes del inicio.
En paralelo, se habrá de definir el proyecto alternativo, cuyos vagos perfiles y falta de concreción amenazan con retrasar la solución (pese a protestas en contrario de López Obrador y su equipo), licitarlo, resolver los concursos, adjudicar los contratos, comenzar y finalizar las obras. El presidente electo sostiene que todo esto (más las adecuaciones que necesitará el actual aeropuerto) estará operativo en 2021. Dada la complejidad de la operación y la incapacidad histórica que México ha demostrado en este tipo de grandes infraestructuras (los trenes de alta velocidad a Querétaro y Toluca son los dos ejemplos más recientes), no cabe extrañar el escepticismo de la mayoría de expertos y observadores independientes. Pocos o ninguno cree que el plan alternativo se ajuste a los costos que se están barajando (no existe aún un proyecto formal) o que éste logre culminar en los plazos anunciados.
El segundo daño colateral es más difícil de aprehender, pero no resulta por ello menos grave. Debe quedar claro que, independientemente de su conveniencia o no, el presidente tiene, a partir de que tome posesión el 1 de diciembre, todo el derecho a suspender la obra. Ganó por amplio margen las elecciones, durante cuya campaña se opuso con claridad a continuar con el proyecto de Texcoco; tiene mayorías suficientes en ambas Cámaras y como todo gobierno, dispone de mecanismos para liquidar de forma ordenada y de acuerdo a la ley cualquier proyecto que juzgue dañino para los intereses generales del país.
Por eso no se alcanza a comprender la obcecación en revestir la decisión con el manto de una consulta popular organizada, al margen de lo que establecen las leyes mexicanas, por una consultoría privada cercana al presidente electo y su equipo, sin más garantías que la fe en los nuevos gobernantes, con (pocas) mesas de votación repartidas en el mejor de los casos de forma aparentemente aleatoria –en el peor, en lugares donde el presidente electo obtuvo sus mejores resultados en julio–, más un recuento que no cumplió los estándares mínimos tras quedar claro que, además, quien quiso, votó varias veces. Por todo ello, su valor para conocer las preferencias de la ciudadanía es menor aún que una encuesta, donde al menos las exigencias metodológicas y científicas para determinar la muestra se deben ajustar a criterios académicos.
Todo este trastorno se habría podido evitar con facilidad si el proceso para liquidar Texcoco se hubiera ceñido a los mecanismos legales de los que México ya dispone para favorecer la democracia participativa. López Obrador logró en julio pasado un mandato claro para poner coto a prácticas corruptas que han frenado el desarrollo del país, entre ellas el capitalismo de amiguetes que tanto daño ha hecho a México en las últimas décadas. Ése es no sólo su mandato sino su obligación histórica, por la que será juzgado. Para ello necesita grandes dosis de transparencia, fortalecer las instituciones e imponer, esta vez sí, el imperio de la ley. Y cambiar las leyes que juzgue necesario, siempre desde la ley misma. Por desgracia, la consulta que ha acabado con Texcoco no va precisamente en esa dirección.
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