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La revolución de las artistas

José Ovejero

La alemana Marianne Pitzen fundó en los ochenta el primer centro de arte del mundo que solo alberga obras con firma femenina.

Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar en el Metropolitan Museum?”. Quizá Marianne Pitzen (Stuttgart, 1948) no se había hecho esta pregunta que plantearon muchos años después las Guerrilla Girls como parte de una acción reivindicativa, pero desde muy joven le llamó la atención que apenas hubiese cuadros pintados por mujeres en los grandes museos. Su padre trabajaba en el Ministerio de Transporte, por lo que ella podía disponer de billetes gratis en vacaciones y se dedicaba a recorrer Europa visitando centros de arte. Y una y otra vez veía que las mujeres solo podían ser modelos o tener un papel pasivo. Pero ella quería ser artista, pintaba desde niña y le daba rabia pensar que tampoco entraría en el museo con su trabajo. “De un pensamiento nace una avalancha”, dice. Su obra era muy clásica, deudora de pintoras del siglo XIX. “No entendía a los artistas modernos: Beuys me daba miedo”. Pero esa etapa se pasa pronto y comienza a interesarse por constructivistas y racionalistas, funda una revista de arte, abre una galería y disfruta de la posibilidad de mostrar lo que hacen otros, y sobre todo otras, no le interesa tanto difundir su propia obra como crear espacios de diálogo. Porque para ella, desde casi el principio, lo personal es social y lo social es político. A mediados de los años setenta crea con otras artistas el grupo Las mujeres dan forma a su ciudad en Bonn. “Queríamos conquistar toda la ciudad, nada menos”, dice riendo (una y otra vez suelta esa risa traviesa que podría resultar engañosa: Marianne Pitzen tiene muy poco de infantil y mucho de decidida y ambiciosa). Querían dar forma a una ciudad en la que las mujeres pudiesen tomar decisiones, crear puestos de trabajo interesantes para ellas —librerías de mujeres, grupos literarios y deportivos…— y que pudiesen vivir de ello. “Nuestras utopías estaban ligadas a lo cotidiano: qué hacer con los niños, contamos o no con los hombres para que nos ayuden… Un arte que no se entiende como acto político carece de visiones, se queda en un divertimento privado”. Pretendían de paso “humanizar la sociedad, conseguir una vida feliz y autónoma para todos”. Pero por lo pronto tuvieron que conformarse con ocupar unos grandes almacenes abandonados donde organizaban fiestas, hacían performances, se divertían, se apoyaban, creaban. Pitzen pensaba (y hoy vuelve a reír sobre su ingenuidad) que al haber elegido un edificio abandonado que no se veía desde la calle quizá las autoridades se olvidarían de ellas. Pero no fue así: los intentos de desalojarlas fueron muchos; ese espacio vacío en un barrio céntrico de Bonn resultaba también apetitoso para grupos institucionalizados de artistas (dominados por hombres) que despreciaban la calidad y las posibilidades de esas creadoras rebeldes. Sin embargo, y a pesar de las dificultades, sobre todo económicas, consiguieron una subvención municipal, mecenas, apoyo de muchas artistas, y el Museo de las Mujeres, el primero del mundo de este tipo, ha conseguido sobrevivir desde su fundación en 1981 a todas las crisis y todas las tensiones. Incluso están a punto de firmar un contrato de compra del edificio, aunque les sigue faltando dinero para el mantenimiento (se nota en las instalaciones) y, lo que más duele a Pitzen, para adquirir obra de mujeres artistas, cosa que ahora les resulta imposible: la mayoría de los fondos del museo procede de donaciones.

Fachada del Museo de las Mujeres de Bonn, grafiti realizado para conmemorar el 60º cumpleaños de Marianne Pitzen, y la artista y directora, en uno de los talleres del centro.
Fachada del Museo de las Mujeres de Bonn, grafiti realizado para conmemorar el 60º cumpleaños de Marianne Pitzen, y la artista y directora, en uno de los talleres del centro.Ana Maria Arévalo Gosen

Hoy, casi 40 años después, siguen fieles al programa inicial: hacer sitio al arte contemporáneo de las mujeres y recuperar la historia no solo de las artistas, también de las que pelearon y sufrieron brutalmente bajo una sociedad patriarcal. En muy poco tiempo se dan la mano en el museo una exposición sobre el centenario del derecho a voto de las mujeres en Alemania haciendo hincapié en las luchadoras que lo hicieron posible; otra sobre las consoladoras, mujeres convertidas en esclavas sexuales por el ejército japonés, acompañada de encuentros y conferencias, también sobre los abusos y violaciones por ejércitos y grupos armados activos hoy día; y próximamente una exposición que celebra el centenario de la Bauhaus, movimiento artístico tan revolucionario en algunos sentidos pero en cuya escuela, visto el interés que despertaba en las artistas, se decidió que las mujeres no pudiesen constituir más del 10% del alumnado y se les prohibió participar en algunos cursos, como los de arquitectura. En la muestra tendrán cabida muchas de aquellas mujeres que se sintieron atraídas por uno de los rasgos básicos del movimiento: aunar el arte y lo cotidiano.

Hablar con Marianne Pitzen sobre el centro que dirige es fácil: se entusiasma, se extiende en detalles del pasado y de proyectos futuros. Lo difícil es que hable de su propio arte; enseguida lleva la conversación hacia el trabajo con otros museos, los contactos internacionales, los proyectos conjuntos. Se ríe cuando se lo hago notar; “típico”, dice, y durante un rato conseguiré que hable de su trabajo artístico, del que lo político y lo social no están excluidos.

Pitzen pintaba desde niña y le daba rabia pensar que nunca expondría en un museo porque la mujer tenía un papel pasivo

Cuando dejó la pintura más tradicional se puso a dibujar proyectos de ciudades utópicas que después se fueron convirtiendo en maquetas en las que planificaba nuevas formas de convivencia. En el museo habían habilitado espacios con talleres para las artistas y tener más espacio permitía también imaginar proyectos más ambiciosos: “Antes muchas tenían que crear sus obras en la mesa de la cocina”. Marianne Pitzen pronto pasó de las maquetas a esculpir con papel y cola. Lo más característico de su obra escultórica son sus matronas, conjuntos de mujeres tocadas con un voluminoso peinado o cofia; quien las vea pensará que imitan el peinado peculiar de la artista (en realidad lo lleva desde los 17 años, cuando se quedó impresionada por la Dama de Elche), pero se basan en las matronas de origen celta y veneradas por germanos y romanos que se han encontrado en la región renana. Otra vez la historia dándose la mano con lo reivindicativo, todas esas mujeres, nunca solas, que parecen inmersas en una conversación entre ellas: “No se me ocurriría crear una escultura solitaria, siempre me interesa la sociedad, así que enseguida el proyecto se me convirtió en una especie de parlamento de matronas”.

En 2010, por el quinto centenario de Francisco de Borja, le encargaron que montase una obra en el Espai d’Art en Gandía. “Tenía a mi disposición 800 metros cuadrados”, dice entusiasmada. ¿Y qué tema eligió? Uno que de nuevo la retrata, la vida de Lucrecia Borgia, denostada por tantos historiadores que vieron en ella a una asesina sangrienta, pero que hoy se puede ver bajo otra luz: la de una joven culta e inteligente en un mundo de hombres que vio una y otra vez cómo sus sucesivos maridos y numerosos parientes fueron asesinados, pero que tuvo la fortaleza suficiente para sobrevivir y mantener un activo interés por la administración y por la cultura.

Marianne Pitzen lleva casi 30 años al frente del Museo de las Mujeres.
Marianne Pitzen lleva casi 30 años al frente del Museo de las Mujeres.Ana Maria Arévalo Gosen

Hoy Pitzen está trabajando en un conjunto de figuras tendidas en el suelo, personas sin techo. “Blancas y el suelo será blanco también, así puedo jugar con el contraste de luces y sombras”. Pero el color no se ve aún: está en la fase de dar forma a sus figuras, como hace siempre, con papel de periódico: “El principio es simple, en el interior se encuentra el conocimiento que hay en los periódicos, roto, rasgado, y luego van otras capas, la historia, y por último el color. Yo no podría meter ahí una estructura de alambre, lo que hay en el interior es importante”.

Cuando le pregunto si cree que un museo como el suyo aún tiene utilidad, ya que hoy las mujeres han conquistado su espacio en el arte (pocos días antes un cuadro de la británica Jenny Saville se ha convertido en el más caro de una artista viva), responde que por supuesto. Primero porque las mujeres exponen más que antes, pero su obra rara vez permanece: los museos siguen comprando mucha más obra de hombres. Además, las jóvenes artistas se han dirigido de manera predominante a los nuevos medios y nuevas formas de expresión (del vídeo a la performance), que no estaban tan ocupadas por los hombres, y esas formas de arte son más efímeras o se deterioran con rapidez, así que hay que seguir manteniendo viva la memoria del trabajo de las mujeres. Y por último, porque muchas artistas atraviesan una etapa, la de la maternidad, en la que aunque sigan creando a menudo se salen de los circuitos, se vuelven menos visibles, y para un director de un museo, también para un galerista, quien no es conocido a los 40 está muerto. Por eso ha creado el Premio Gabriele Münter destinado a mujeres artistas mayores de 40 años: para contribuir a dar visibilidad a esas creadoras en una edad complicada para asentarse en el mundo del arte. Queda mucho por hacer, pero eso les toca a las nuevas generaciones de mujeres, dice Marianne Pitzen, mucho mejor preparadas. Pero aunque esta alemana autodidacta no pueda presumir de una formación artística reglamentada no se puede decir que no haya llegado lejos. Y, lo más importante, no ha llegado sola, sino que ha arrastrado a muchas otras artistas que comparten su entusiasmo y su deseo de transformar la realidad mediante el arte sin perder la alegría y la capacidad de transgresión.

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