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COLUMNA
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La cabeza del perro

En la civilizada Europa son muchos los periodistas que continuamente sufren amenazas y hasta agresiones por escribir lo que a alguien no le parece bien

Julio Llamazares
El 'Perro semihundido' de Goya, en el Museo del Prado.
El 'Perro semihundido' de Goya, en el Museo del Prado.PHAS/UIG via Getty Images

De todos los detalles que han trascendido a la prensa sobre el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en el consulado de su país en Estambul, el más espeluznante para mí es la expresión con la que el asesor del príncipe heredero del trono de Riad que al parecer dirigió la operación por Skype ordenó a sus agentes desplazados a Turquía para interrogar al periodista disidente su ejecución: “¡Tráiganme la cabeza del perro!”. Debe de ser porque la de uno también la pidieron una vez, quiere pensar que solo en el sentido metafórico.

Que escribir en la prensa es un oficio de riesgo lo sabemos todos los que lo hacemos, especialmente los periodistas que desarrollan su profesión en países en guerra o con regímenes dictatoriales más o menos explícitos o con conflictos sociales enquistados, ya sean por causa del narcotráfico o de las distintas mafias y grupos organizados que tratan de controlar territorios como en algunos países de Hispanoamérica. Con el de hace tres días, solo en México ya han sido asesinados en lo que va de año ocho periodistas. Pero no es necesario viajar a América o al Tercer Mundo para encontrar continuos ataques a la libertad de expresión y de prensa. En la civilizada Europa son muchos los periodistas que continuamente sufren amenazas y hasta agresiones por escribir lo que a alguien no le parece bien, ya sea ese alguien un importante empresario o político o un particular. Sin necesidad de estar al tanto de lo que sucede, una mirada a las redes sociales o a los comentarios que envían los lectores a la prensa es suficiente para darse cuenta de que son muchas las personas que por las ganas también pedirían la cabeza de tal o cual periodista o escritor si pudieran.

La orden del asesor del príncipe heredero saudí a sus agentes desplazados al consulado de Estambul para matar a Jamal Khashoggi a mí me trajo a la memoria la imagen del perro hundido de Goya, esa pintura negra que tanto ha dado que hablar desde que el genial sordo aragonés la pintó para decorar su casa madrileña por lo enigmático de su simbolismo y por su modernidad pictórica: el 90% es solo color. Sobre la intención de Goya al pintar ese fresco que representa la cabeza de un perro hundido en la arena en medio de un espacio ocre sin más elementos figurativos ha habido mucha especulación, pero en lo que todos estamos de acuerdo es en que se trata de una pintura que inquieta tanto por lo que se representa en ella como por lo que no se ve. La cabeza del perro es la punta del iceberg de una tragedia que uno no sabe cómo ha empezado pero que sí imagina cómo acabará. Cuando la cabeza del perro se hunda también en la arena este habrá desaparecido del todo y en la escena solo quedará el silencio y el color ocre que lo cubre todo.

Que mientras la cabeza del periodista saudí asesinado sigue caliente la comunidad internacional esté haciendo ejercicios de funambulismo para no responder como debería a un crimen de Estado más propio de la Edad Media o de una película de terror que de la época en la que vivimos solo indica su gran hipocresía del mismo modo en el que la anteposición de los intereses de Estado a los derechos humanos delata a quien la realiza, desde los Gobiernos al último ciudadano. Goya lo sabía bien, y por eso pintó ese fresco de la cabeza de un perro que nos representa a todos hundiéndonos en la indignidad.

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