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17,5 kilómetros de justicia

Las comunidades indígenas que fueron expulsadas de sus tierras por una hidroeléctrica en Guatemala hace cuatro décadas comienzan a recibir infraestructuras

Un campesino camina por la nueva carretera rural que va de Chitomax a Pajales, en el municipio de Cubulco (Baja Verapaz, Guatemala).
Un campesino camina por la nueva carretera rural que va de Chitomax a Pajales, en el municipio de Cubulco (Baja Verapaz, Guatemala).PABLO LINDE
Pablo Linde

Para entender el significado de los 17,5 kilómetros de camino rural que unen Chitomax y Pajales, dos comunidades mayoritariamente indígenas del interior de Guatemala, hay que remontarse 40 años atrás. Concretamente a 1978, cuando empezaron los estudios de una hidroeléctrica que, poco después, provocaría el desalojo de 2.329 familias.

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Donde vivían 33 comunidades se construyó un pantano de más de 50 kilómetros en una época de represión y exterminio de indígenas que las dejó sin lugar a donde ir. La única que se resistió fue masacrada: 444 asesinatos por quedarse en la tierra que les pertenecía. El resto se reubicó donde pudo, sin orden ni ayuda oficial. La mayoría se instaló en las cercanías de la presa, dispersos por los montes que la rodean, prácticamente incomunicados salvo por tortuosos caminos de tierra solo aptos a pie, caballo o moto, para los más intrépidos. Ni un puente cruzaba el pantano que los había separado; ni siquiera les llegaba la electricidad que generaba la hidroeléctrica, a la que accedieron décadas después.

“La carretera rural de Chitomax a Pajales es el resultado de la valentía y lucha incansable de las familias de 33 comunidades sobrevivientes de las graves violaciones de los derechos humanos por la construcción de la hidroeléctrica Chixoy”, como reza un cartel al comienzo de la misma. Son 17,5 kilómetros que comunican a las alrededor de 10.000 personas que viven hoy en las seis comunidades que atraviesa: Chitomax, Pichal, Pachijul, Chibaquito, Pajales-Cubulco y Pajales-Chicamán, todas en el departamento de Baja Verapaz, excepto la última, en Quiché.

La mayoría de ellas viven de la agricultura. Buena parte cultiva solamente maíz y frijol para subsistir. Este año, con la tremenda sequía, ni siquiera habrá suficiente para ellos. Pero, cuando sobra, comercian con estas materias primas. Algunos también reciben ingresos con artesanías, que venden en las ciudades próximas. Están cerca en el espacio, pero no en el tiempo. En el camino antiguo se llegaban a demorar cuatro o cinco horas de ida y otras tantas de vuelta, a pie, cargados con las mercancías. Con la nueva carretera, que está en su tramo final de ejecución, ya se ha reducido a unos 30 minutos si se va en moto o un poco más en las camionetas que pasan recogiendo gente. Hace solo unos meses, vehículos de este tipo no podían acceder a las comunidades.

La nueva carretera reduce a media hora un trayecto que hasta hace meses se tardaba en completar tres o cuatro a pie

Conseguir la carretera no ha sido fácil. Juan de Dios García, director de la Asociación para el Desarrollo Integral de las Víctimas de la Violencia en las Verapaces, Maya Achí (Adivima) recalca que el Gobierno de su país no tuvo “ningún interés” por las condiciones de vida de las comunidades afectadas. En 2004 consiguieron sentarse al más alto nivel con el Ejecutivo para trazar un plan de reparación, que no estuvo listo hasta 2010. Establecía responsabilidades y obligaba al país a indemnizar con 1.200 millones de quetzales (136 millones de euros) a las víctimas: 200 millones en ayudas directas y 1.000 que irían destinados a proyectos productivos en la zona.

Pero pasaron los años y las promesas no se hacían realidad. “Nos movilizamos en la calle, protestamos… fue una dura lucha, pero la clave fue el Senado de los Estados Unidos. Acudimos al comité de apropiaciones, que regula la ayuda a la cooperación, y restringió los abonos a Guatemala si no resarcía a las comunidades. También logramos que Estados Unidos anunciase que no votaría a favor de  nuevos préstamos al país por parte del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que habían financiado la hidroeléctrica”, relata García.

A partir de ahí comenzaron los primeros pasos. En 2015 se creó una nueva ley para el cumplimiento de los compromisos y comenzaron a abonarse las indemnizaciones. Poco después el BID —que ha colaborado con la logística para este reportaje— concedió un préstamo de 14 millones de dólares para las infraestructuras en la zona. Lo primero fue construir un puente peatonal sobre el Río Negro, que separa la ciudad de Cubulco (45.000 habitantes) de las aldeas indígenas. Antes, los desplazamientos de mercancías llegado este punto eran con barcas. Y, en enero de 2018, comenzaron las obras de la carretera, que estará completamente terminada a principios del año que viene.

Una joven transporta ropa lavada por la nueva carretera.
Una joven transporta ropa lavada por la nueva carretera.PABLO LINDE

Completarla no está resultando sido sencillo. Lo que técnicamente es una carretera “normal”, en palabras de José Luarca, ingeniero de la obra, ha tenido que superar numerosos retos sociales. Aunque era una demanda de parte de las comunidades, cuando llegaron las máquinas muchas las miraron con recelo. Rudy Ramírez, consultor social del BID, explica que había pegas por todos lados, muchos se negaban a que pasase cerca de su casa, otros pedían todo tipo de servicios que nada tenían que ver con el proyecto a cambio de autorizarla. “Hubo reuniones bastante tensas”, recuerda.

Hoy, sin embargo, es complicado encontrar a alguien que la rechace. Incluso aquellos que en su día tuvieron una “oposición feroz”, en palabras de Ramírez, ahora aseguran que siempre les pareció una idea estupenda. Uno de ellos es Félix Suárez, de 31 años, que está trabajando en la obra. “Mucha gente desconfiaba, pensaba ¿será verdad que quieren hacer algo bueno para nosotros? ¿No querrán robarnos? Pero es un proyecto de desarrollo muy importante”, afirma. Recuerda que cuando era niño tenía que acompañar a su padre a vender artesanías y se demoraba un día entero para ir a Cubulco, la ciudad más cercana, y otro para volver.

La carretera no solo servirá para que las comunidades indígenas recuperen derechos. Abre también una nueva vía de comunicación en el centro de Guatemala que trazará nuevas rutas comerciales

En esa misma localidad viven la mayoría de los profesores que enseñan en los colegios de las comunidades por donde pasa el camino. Ellos serán algunos de los grandes beneficiados. La mayoría completaba el trayecto en moto, lo que suponía “caídas seguras”, según José Santiago, director de la Escuela Rural Mixta de la aldea Los Pajales. “Sobre todo en invierno, cuando esa parte se pone bien lodosa”.

Una de las culpables de que las comunidades finalmente accedieran a ceder terrenos o permitir el paso del camino fue Norma Paz Jiménez, parte del equipo social del proyecto. Se ha instalado en el terreno para gestionar día a día todos los reclamos de los vecinos. “Ha habido mucho problema con los derechos de paso. Muchos se opusieron porque decían que iba demasiado cerca de sus casas. Fue un reto. Pero cuando vieron el camino, están pidiendo que hagan terraplenes junto a sus casas porque quieren montar negocios”, explica.

Porque la carretera no solo servirá para que las comunidades indígenas recuperen derechos. Abre también una nueva vía de comunicación en el centro de Guatemala que trazará nuevas rutas comerciales. Para ello, ya está en marcha un puente que cruzará el río Blanco, que separa las comunidades del departamento de Quiché. Y, en estudio, otro sobre el Río Negro, que acompañará al peatonal que hay desde hace tres años. Ha habido que esperar cuatro décadas para que se haga algo de justicia para estas comunidades mayas que vieron sus derechos pisoteados.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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