Ni un milímetro más
El arte de la comunicación al público puede encapsularse en un solo pensamiento de Einstein: hay que simplificar todo lo posible
El findepasado visité Atapuerca no como periodista, sino como turista cultural, uno de esos tipos que están dispuestos a pasar unas cuantas horas aprendiendo antes de deglutir un lechazo al horno, cosa que también hice. Conocí allí las vías tortuosas de la evolución humana, los huesos de sus criaturas y las cuevas donde vivieron, pero lo que más me impresionó —llamadlo deformación profesional— fueron las técnicas de divulgación que manejan sus guías, sus instalaciones y sus museos. La evolución que nos ha creado es un proceso más complejo de lo que creyeron los científicos del último siglo y medio, y deducirlo de los restos fósiles que la naturaleza ha tenido a bien dejarnos en Burgos es una tarea titánica que requiere talento y perseverancia, pero los codirectores del yacimiento y sus colegas más jóvenes han conseguido explicar al público no solo las conclusiones de ese trabajo todavía en curso, sino también lo difícil que ha resultado llegar a ellas. Y hacer divertido lo árido, estimulante lo profundo, interesante lo erróneo.
El arte de la comunicación al público, que en el fondo consiste en lo mismo que la pedagogía, puede encapsularse en un solo pensamiento de Einstein: hay que simplificar todo lo posible, pero ni un milímetro más. Hacer simple lo complejo es un ejercicio de alto riesgo, pero resulta imprescindible para expresar las ideas con claridad. En la ciencia y en la política hay muchos expertos incapaces de explicar su propio trabajo, no hablemos ya de otros conceptos más generales e importantes. O bien se enredan en la jerga de su negocio o, más a menudo, se empeñan en puerilizarlo como si estuvieran dirigiéndose a una tribu de cretinos. El mérito no está en el rigor (mortis) ni en dar una impresión falaz de proximidad. El mérito está en extraer de lo complicado uno o dos principios básicos y hallar los contextos cotidianos, las formas geométricas y las metáforas necesarias para encender la luz en la mente de los alumnos o del público. El conocimiento no puede ser opaco, pues su esencia es exactamente la contraria y consiste en iluminar lo oscuro, comprender lo inextricable, enderezar el entuerto.
La genética, por ejemplo, era una jungla de datos inconexos, teorías infundadas y palos de ciego hasta el 28 de febrero de 1953. Esa mañana, cuando las cartulinas de Watson encajaron en las hélices antiparalelas de Crick, toda aquella masa ingente y confusa se organizó de pronto en una doble hélice del ADN que se revelaba con el fulgor deslumbrante de una revelación. Salvando las distancias, un político de talento consigue una pequeña doble hélice cada mañana. Toma un problema y, en lugar de tuitear una burrada, lo mastica, lo digiere, penetra hasta su mismo núcleo lógico y lo explica a la gente con honradez intelectual: no considerándolos unos mendrugos a los que manipular, sino unos observadores deseosos de entender. Los buenos maestros o las buenas profesoras universitarias también descubren para sus alumnos una pequeña doble hélice en cada clase. Después vendrá el trabajo duro, sin duda, pero el proceso será inútil si no empieza por un destello de entendimiento.
Hace mucho que no asisto a una clase, pero leo a diario los papers en los que los científicos presentan las investigaciones a sus colegas y, créanme, me embarga el pesimismo sobre nuestra capacidad de comunicación y de enseñanza. Los artículos técnicos y los contenidos académicos cumplen la papeleta con tal dosis de desgana rutinaria y opacidad preventiva que, la verdad, el lector, el alumno o el público sufren unas ganas muy comprensibles de estar en cualquier parte menos allí. Visiten Atapuerca.
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