Esta es la casa de ermitaño del arquitecto Vincent Van Duysen
El arquitecto belga y director artístico de Molteni&C., cultiva la sobriedad y predica con el ejemplo en su casona lujosa y despojada de 1870 en el centro de Amberes
La espaciosa buhardilla que ocupa la tercera planta de la casa en Amberes del arquitecto, interiorista y diseñador Vincent Van Duysen es vieja y nueva al mismo tiempo. Vieja, porque algunas de sus vigas datan del siglo XVII, cuando se construyó. Nueva, porque hasta que el belga comenzó las obras, el ático estaba ocupado por varias habitaciones y por un habitante inesperado.
Cuando Van Duysen compró esta vivienda en 1999, sus anteriores propietarios le avisaron de que había una condición innegociable para la venta. Podía hacer las obras que quisiera, pero sin desalojar a un antiguo empleado de la notaría que antaño había ocupado el edificio. El hombre, anciano ya, vivía recluido en uno de los habitáculos como un ermitaño. “Era un misántropo y a la vez un tipo muy inteligente, muy intelectual, que llevaba 40 años sin salir de allí”, explica Van Duysen. “Cuando empezaron las obras le hice una habitación nueva, y allí se quedó”. Hoy aquella buhardilla, la misma donde lo retratamos para ICON DESIGN, es un apartamento que revela la historia de este edificio de tres plantas en el centro de Amberes.
Tras el fallecimiento del ermitaño, Van Duysen descubrió que las vigas databan de la primera construcción del edificio. Así que buscó madera reciclada de la misma época –el siglo XVII– hasta encontrarla en los Pirineos. Con ella recubrió el suelo y uno de los muros, lleno de portezuelas que ocultan el aseo, la bañera o una pequeña cocina. Está todo pensado.
Van Duysen compagina su trabajo en su propio estudio de arquitectura, interiorismo y diseño con la dirección artística de la firma italiana de mobiliario Molteni&C, que asumió en 2016. Acaba de dar los últimos toques al segundo volumen de sus obras completas, que publicará Thames & Hudson en noviembre. No es fácil encontrarle en casa. “Quería construirme una casa fuera del mundo. Un espacio de desconexión para vivir con mis perros, mi pareja, mis libros y mi colección de arte”, explica mientras Pablo, uno de sus dos teckel, mordisquea la alfombra y corretea por la estancia. Bautizado en homenaje a Picasso, tiene nueve meses y es casi idéntico a Gaston, de 13 años y con una habilidad asombrosa para colarse en todos los retratos domésticos de Van Duysen.
“Cuando compré la casa uno de los elementos que más me gustaban era la fachada, muy llamativa, construida en 1870”, recuerda el arquitecto. “Es grande y horizontal, y en Flandes las casas suelen ser estrechas, altas y profundas. Como sabía que el interior no sería de gran valor, el reto consistió en ver qué podía hacer con todo aquel espacio”. En efecto, de las infinitas subdivisiones internas del edificio no queda nada.
Van Duysen vació la casa, transformó el aparcamiento en un pequeño jardín con piscina, demolió una sala de espera para despejar un patio interior y concibió una casa de espacios continuos y proporciones amplísimas, que se divide mediante paneles móviles y en la que todo tiene que ver con todo. “Mi idea era eliminar el ruido y el exceso de ornamentos hasta llegar al esqueleto de la casa”, apunta. El único vestigio que respetó fue la escalera, una concesión a las curvas en un espacio dominado por líneas y ángulos rectos. “Era un añadido de los cuarenta y me parecía demasiado ostentosa. Al principio pensé en quitarla pero entendí que podía funcionar si eliminaba molduras, moqueta y adornos y trabajaba con los colores adecuados”.
Esos “colores adecuados” a los que se refiere Van Duysen son los que recorren la mayor parte del edificio: tonos hueso en texturas naturales –estuco en las paredes, madera de álamo en el suelo– que crean una sensación de continuidad. O, en palabras de Van Duysen, “una atmósfera monocromática basada en una paleta de materiales muy definida”. Las puertas están recubiertas del mismo estuco que las paredes y, cerradas, apenas son incisiones geométricas en los muros. Los tiradores e interruptores de bronce, las bombillas desnudas que dan luz tenue y cálida, las lámparas y los apliques fabricados a medida en metal negro dan la réplica a las tapicerías y cortinas de lino crudo, herederas de las que popularizó a finales del siglo pasado el interiorista y anticuario Axel Vervoordt, compatriota y amigo de Van Duysen.
En su lenguaje, el lujo no es ostentación, sino una discretísima coherencia extrema capaz de hacer que el dobladillo de la cortina armonice con el rodapié, con el mueble de la televisión y con la proporción palaciega del salón. De ahí que su trabajo en Molteni&C se haya basado en eso: generar una sensación de continuidad y coherencia, creando stands y showrooms que evoquen casas en lugar de tiendas. También en diseñar muebles equilibrados, pero menos mudos de lo que parecen y que, como todo lo que hace Van Duysen, desvelan sus enigmas en las distancias cortas. “En mi arquitectura, el interior se conecta con el exterior. Por eso empecé a diseñar muebles”. Tras colaborar con Molteni&C en un proyecto para un edificio de oficinas en Arabia Saudí, diseñó algunas piezas para la firma milanesa, como la cama Ribbon y los armarios Gliss Master, sendos éxitos de ventas.
El puesto de director artístico llegó después, como una invitación a dar cohesión y continuidad a la casa. “Molteni&C siempre ha estado cerca de arquitectos como Luca Meda, que trabajaba junto al dottore Carlo Molteni en las colecciones. Desde la muerte de Meda la familia no había encontrado a nadie con quien tuvieran conexión. Por eso acepté. Tenía ya mucho trabajo en mi estudio, pero el trato humano de los Molteni me convenció”.
Lo cierto es que tampoco Van Duysen tiene un perfil clásico dentro de la industria. Estudió arquitectura, pero “como todo joven arquitecto, era muy inexperto”, recuerda. “En la universidad te enseñan a hacer proyectos de urbanismo a gran escala sin haber diseñado ni una vivienda unifamiliar. Estaba en contra de eso, así que quise completar mi formación con decoradores clásicos”. De su maestro, Jean de Meulder, aprendió un concepto, “arte de vivir”, que ha introducido como un hilo conductor en todos sus edificios, interiores y muebles, pensados para integrarse como presencias amigables y calladamente lujosas en la vida cotidiana. En los ochenta se mudó a Milán, en plena explosión del mercado del mueble. Volvió a Amberes y el cambio de siglo le sorprendió convertido en una estrella emergente gracias a un estilo preciso, sobrio y de una saludable melancolía que, subraya, no hay que confundir con el minimalismo, porque no tiene ni pizca de frialdad. “Soy un hijo del movimiento moderno”, precisa.
De ello dan fe, por ejemplo, las sillas de Jeanneret (el célebre colaborador de Le Corbusier) que hay en varias de sus estancias. “Vivir sin belleza me resultaría imposible. Siempre he sido un epicúreo, un esteta. Cuando los clientes vienen a visitarme se quedan asombrados por la atmósfera sosegada y casi contemplativa que hay en esta casa”, apunta. “Quería crear habitaciones serenas para llenarlas con muebles, libros y obras de arte pertenecientes a mi universo privado. Es decir, un lienzo en blanco listo para acoger los objetos con los que vivo”.
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