La isla de las montañas mágicas
Taiwán tiene la mayor densidad y número de cumbres del planeta. Hay 286 montañas de más de 3.000 metros en un territorio apenas más grande que Cataluña. Caminar por esa explosión de naturaleza es una buena medicina contra el estrés de los urbanitas
SON JÓVENES, volcánicas y están vivas: temblar es parte de su ADN. Las montañas taiwanesas son un caramelo que atrae a geólogos de todo el planeta y que puede acabar con la adicción al asfalto y al estrés de cualquier urbanita, aunque primero haya que acostumbrarse a los frecuentes terremotos. Superada esa prueba, aquí no es necesario recitar mantras para encontrarse a uno mismo. De día hipnotiza el canto de las cigarras: hay 59 especies, muchas autóctonas, ruidosísimas. De noche es el turno de ranas y sapos: una treintena de variedades haciendo música new age. Caminar y escuchar esta explosión de naturaleza puede sanar cualquier herida interior, da igual que uno sea MacGyver o alguien más proclive al sillón que al trekking. Por eso en Taiwán lo mejor es olvidarse de la ciudad y explorar sus montañas, el secreto mejor guardado de esta isla que China dice que es suya, aunque tenga desde hace décadas su propio Gobierno democrático, el más progresista de Asia. Obedeciendo los designios del gigante asiático, la ONU lo considera un “no país” a cuyos foros no está invitado, pero hay variedad de opiniones: para la comunidad gay internacional, esta isla es un hito, una anomalía geográfica que acepta el matrimonio entre personas del mismo sexo en un continente donde criminalizar la sexualidad gay es el pan nuestro de cada día.
Su esquizofrénica relación con China es lo que de vez en cuando la convierte en noticia, pero lo realmente extraordinario es su naturaleza, aunque terremotos y tifones provoquen tantos sobresaltos como la política internacional. Es el país con la mayor densidad y número de altas montañas del planeta: hay 286 cumbres de más de 3.000 metros en un territorio apenas más grande que Cataluña. Amantes como pocos del senderismo, los taiwaneses, en un ejercicio de civismo casi exagerado, han llenado sus vertiginosas cordilleras de caminos tan civilizados que incluso es posible encontrarse en medio de la jungla a madres con sus carritos de bebé o a la abuela empujando la silla de ruedas del abuelo. Al fin y al cabo, la familia es prioridad en una cultura en la que el confucionismo, que profesa un profundo respeto por niños y mayores, aún pesa más que el capitalismo salvaje que sí domina otras facetas de su vida.
En el Museo Nacional del Palacio se exhibe una de las mejores colecciones de arte antiguo chino del mundo
Por eso en el valle de Erziping, en las afueras de Taipéi, es posible sumergirse en la indómita naturaleza taiwanesa caminando por una acera. No es una broma. Hay aceras y pasarelas de madera en muchos de los senderos de Taiwán, por no hablar de sus docenas de parques naturales, donde siempre existe la posibilidad de caminar por la selva sin necesidad de ser Tarzán. También se puede jugar a serlo y perderse entre sus cumbres y esquivar serpientes, osos y macacos, por ejemplo en la impresionante Garganta de Toroko. Además, hay senderos silvestres con cuestas empinadas en los que, tras sortear plantas tropicales, es posible bañarse en una fuente de aguas termales como las que abundan en el Parque Nacional de Yangmingshan. Brotan por todo el territorio, algo que ya impresionó a los japoneses cuando convirtieron Taiwán en su primera colonia en 1895. Durante 60 años, sus emperadores utilizaron Beitou, un barrio de Taipéi, para instalarse en vacaciones y disfrutar de las propiedades médicas y relajantes de estos chorros de agua caliente cargada de hierro o azufre, a los que la población local acude como parte de su higiene personal, ya sea en baños públicos, hoteles o en el corazón de la naturaleza.
Teniendo en cuenta su pequeño tamaño, Taiwán tiene una biodiversidad excepcional: alberga el 1,5% de las especies del planeta, sobre todo pájaros únicos como la colorida urraca azul de Formosa y mariposas, que inundan valles y arrozales en primavera. Por eso entre los entomólogos la isla es conocida como “el reino de las mariposas”. Hubo un tiempo en el que también la población aborigen era abundante, pero hoy apenas constituye el 2% de los 23 millones de taiwaneses. En la sensacional costa este, donde aún se puede saborear la soledad sin tener que pelear por encontrarla, quedan grupos étnicos como los amis, que han abrazado el turismo ecológico como forma de supervivencia. En la playa de Niushan (Montaña de la Vaca) es posible dormir en cabañas de madera decoradas con los motivos de su tribu entre su gruesa arena negra y sus montañas afiladas.
El clima es subtropical, así que entre mayo y noviembre el sol y la humedad pueden desintegrarte. Eso no impide que en Taipéi hordas de jubilados se lancen al amanecer a hacer trekking por cualquiera de las montañas que están en sus propios barrios (hay en casi todos, excepto en el centro). Caminan cubiertos de arriba abajo para evitar el sol y los mosquitos, pero suben y bajan montañas con la agilidad de un adolescente.
El metro de Taipéi llega hasta los pies del área de Maokong, donde la selva se mezcla con las plantaciones de té. A las cumbres se accede tras un trepidante viaje de 30 minutos en teleférico
Sin embargo, el verdadero deporte nacional es el mercado nocturno. Al caer la tarde florece en pueblos y ciudades. Cuando el taiwanés no está trabajando —es el sexto país del mundo en que más horas se trabaja—, parece estar siempre comiendo (se cocina poco en casa porque la comida callejera es barata) o comprando (cualquier cosa, siempre que sea económica), y el mercado nocturno es perfecto para hacerlo todo, incluido socializar. En sus puestos callejeros suele oler a chou dofu, un plato local de tofu fermentado que es todo un reto para paladares y olfatos foráneos.
Su capital no puede compararse con otras grandes urbes de Asia más futuristas, como Tokio, o con más historia, como Bangkok. Pero atesora algunos de los templos chinos más antiguos, como el Longshan, donde dioses de tres religiones conviven bajo el mismo techo. En el Museo Nacional del Palacio se exhibe una de las mejores colecciones del mundo de arte antiguo chino: medio millón de piezas acumuladas durante siglos por emperadores de varias dinastías. Se la arrebató el general Chiang Kai-chek a Pekín cuando se exilió y montó Gobierno en Taiwán tras perder la guerra contra Mao.
No obstante, incluso en la ciudad, la naturaleza sigue siendo lo más impresionante. El metro de Taipéi te lleva hasta los pies del Maokong, donde la selva se mezcla con las plantaciones de té y a la que se accede tras un trepidante viaje de 30 minutos en teleférico. Probar el té local Oolong, caminar por sus senderos, visitar sus templos y respirar son la receta mágica. Todo lo malo se olvida. Desde allí las espectaculares vistas de la ciudad demuestran, una vez más, que en Taiwán lo extraordinario es alejarse lo más posible del asfalto.
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